Veía que mis amigas tenían una vida re linda y normal, que podían comer cualquier cosa, que no se preocupaban por su cuerpo. Yo estaba sufriendo y no me gustaba lo que me pasaba.
En casa, a la hora de comer, cortaba rodajas de pan para simular apetito y, en cuanto mis padres se distraían, devolvía los pedazos a la panera. Hacía trucos de todo tipo para ocultar mi trastorno. La ropa comenzó a quedarme grande, entonces me vestía con varias capas para disimularlo y que mi papá no se diera cuenta. Todas esas estrategias me generaban mucho estrés.
BUENOS AIRES. El deporte es mi trabajo, mi pasión y mi terapia. Me hace bien anímica y mentalmente antes que por estética. Soy una persona antes de entrenar y otra persona después de hacerlo. No me imagino una vida sin entrenar, me cambia demasiado. En otra época, la estética era lo más importante para mí. Tuve anorexia en la adolescencia y me costó mucho salir de esa situación.
Cuando tenía catorce años, a Tomás, mi mejor amigo, le diagnosticaron cáncer. Yo canalicé mi angustia mediante la alimentación: me volví anoréxica. Fue mi escape. Mientras él transitaba su enfermedad, yo también me lastimaba, me hacía daño a mí misma dejando de comer. Fue como si quisiera sufrir a la par, aunque en ese momento no lo pensaba así.
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Sentía como si quisiera sufrir paralelamente, como una forma de estar a su lado. No me daba cuenta de lo enroscado que era. El estrés de las clases y las competencias no hizo más que empeorar mi trastorno alimentario. Me comparaba con los demás y me subestimaba constantemente.
Al principio no me daba cuenta de nada, no entendía lo que me estaba pasando, sentía que lo que estaba haciendo estaba bien y era normal. Cuando comencé a darme cuenta, ya no podía controlarlo. Necesitaba ayuda y no estaba dispuesta a pedirla. Corrían los días, los meses, y yo estaba cada vez peor. No encontraba la manera de salir de ese lugar.
Veía que mis amigas tenían una vida re linda y normal, que podían comer cualquier cosa, que no se preocupaban por su cuerpo. Yo estaba sufriendo y no me gustaba lo que me pasaba. En casa, a la hora de comer, cortaba rodajas de pan para simular apetito y, en cuanto mis padres se distraían, devolvía los pedazos a la panera.
Llegó un punto en el que empecé a perder pelo, las uñas no me crecían, se me cortó la menstruación, tenía muchas ojeras. Y nada de fuerza. Incluso en mi cumpleaños de quince, cuando mis padres prepararon muchas cosas ricas para celebrarlo, sufrí toda la tarde, porque no me animaba a comer. Ahí me di cuenta de que no estaba bien lo que me pasaba. Me asusté mucho.
Una tarde, en una competencia de gimnasia artística, sentía que me desvanecía, no podía conmigo misma. Mi papá lo notó y me llevó, sin escalas, todavía con la malla de competición, al hospital. En la sala del médico, ellos lloraban y me repetían que se sentían decepcionados. Esa frase me derrumbó. Yo siempre me sentí muy fuerte y no entendía cómo había llegado a eso. Me enojé conmigo.El tratamiento, estrictamente, duró más o menos un año. Aunque la parte más difícil viene después, cuando te sueltan la mano y tenés que seguir sola con tu vida, encontrarte con todos tus fantasmas, lidiar con eso y no recaer.
Dejé de competir al mudarme de Gualeguaychú a Buenos Aires, donde llegué para estudiar periodismo. Quería meterme en el ambiente, encontrar trabajo rápidamente, así que me enfoqué en eso. No dejé de hacer deportes: iba al gimnasio y comencé a correr. El periodismo, el trabajo en medios, en general, fue un sueño que compartí con mi amigo Tomás, que finalmente no pude contra el cáncer. Siento que él estaría recontra orgulloso de mí. Hay un trabajo puntual, de conducción en un canal de televisión especializado en música, que yo ansiaba tener. Él me acompañó dos años seguidos al casting, pero no me eligieron.Apenas murió, sólo dos meses después, me llamaron para un tercer casting y me dieron el trabajo.
Siento que soy de las pocas que puede decir que la cuarentena la favoreció. Fui muy afortunada, porque ahí frené un poco y, sin darme cuenta, cambié mi vida. Empecé a hacer los cardios de la felicidad sin intención, sin buscarlo. Se dio natural.
Cuando anunciaron cuarentena estricta en todo el mundo, eso implicaba no poder salir a correr ni ir al gimnasio. Pero, para mí, dejar de entrenar no era una opción. Para mí entrenar siempre fue muy importante. Me las ingenié y, en esa búsqueda, inventé este espacio.La primera vez lo hice en el SUM (Salón de Usos Múltiples) de mi edificio. No tenía aro de luz, no tenía música, ni nada. En la pared estaban pegados los papeles con la rutina. No tenía trípode, mi novio sostenía el celular para filmarme. Comenzó a oscurecer y tuvo que poner, con la otra mano, la linterna de su celular, para iluminarme un poco.
Al principio sólo le pedía rutinas a mi entrenadora de ese momento. Un día me di cuenta de que no quería depender de otra persona y aproveché la cuarentena para hacer el curso de personal trainer. Llegué a un punto en el que tenía que tomar una decisión, arriesgarme: por un lado, tenía todas estas sensaciones positivas, y un público que crecía permanentemente (hubo más de veinte mil personas en vivo). Por otra parte, en mi trabajo seguía sin sentirme plena, pero era estable. Así que tuve que elegir entre seguir por el camino seguro o soltarlo y animarme.
Al trabajar en redes sociales y televisión, entrenando a la gente, muchas veces siento presión sobre cómo debería verme. Siento que muchas personas, cuando buscan un entrenador o entrenadora, lo primero que hacen es ver cómo tiene su físico. Me pasa mucho que, al cruzarme con gente en la calle, lo primero que recibo es una opinión acerca de mi físico.Me costó muchísimo trabajar eso. Al principio sentía mucha exigencia. Con los cardios el cambio en mi vida fue muy brusco, pasé a tener mucha popularidad y a ser referente para muchas chicas. Me costaba lidiar con esto y tuve un período en el que no podía relajarme con la comida. Empecé a exigirme de nuevo. Me ayudó mucho mi entorno a darme cuenta. Mi grupo de amigas y mi novio, en un momento, me dijeron “Juli, esto que te está pasando no está bueno, ¿no te parece?”.
Creo que la clave en mí fue y es todo el tiempo naturalizar lo que me pasa. Si un día estoy hinchada, lo naturalizo en mis redes y muestro que estoy de esa manera. Muestro que soy una persona igual que las demás. Mi trabajo es estar expuesta, pero, al igual que todas esas mujeres que me siguen, tengo una vida, con momentos en los que como mejor que otros. Es normal que así sea.
Hoy siento que es muy lejana la posibilidad de recaer en la anorexia, porque trabajé muchos años en mí misma y logré llegar a un punto en el que no tengo ese miedo. Pero durante mucho tiempo sí lo tuve, y era normal, parte del proceso. Inventar los cardios fue lo que me ayudó a terminar de sanar. En el momento en el que conté públicamente lo que me había pasado y lo que me estaba pasando, pude naturalizarlo y no sentir culpa por eso. Ubicarme en el lugar de ayudar a tantas mujeres que lo estaban viviendo, fue un antes y un después en mí.
Vivo un momento de mucho éxito personal, más que laboral. Estoy muy feliz, muy contenta. Mucha gente me pregunta cómo hago tantas cosas al mismo tiempo, y la respuesta es que lo busqué, lo deseé y llegó el momento de poder disfrutarlo. Vivirlo de verdad. Después de pasar tantos momentos duros y tantos años de tristeza, trabajar de lo que me gusta y combinar periodismo con entrenamiento y motivación, es simplemente perfecto.