Sentía que mis piernas ya no pertenecían a mi cuerpo. No podía moverlas ni sentir frío debajo del ombligo. Parecía estar paralizado. Comenzaron a rodearme personas que me decían “No cierres los ojos”. Yo sólo quería cerrarlos para morirme o para despertarme de esta pesadilla. Eso fue hace dos años.
SAN FERNANDO, Argentina – En una tarde de lluvia, me subí a mi moto, recién salida del taller, y manejé por las calles mojadas de San Fernando. Mi moto no funcionaba del todo bien y cuando quise frenar en un semáforo, perdí el control. Un escalofrío me recorrió la columna vertebral y el corazón empezó a latirme con fuerza mientras la moto se negaba a frenar, por mucho que lo intentara. Me fui contra la banquina y terminé del otro lado de la calle.
En menos de un segundo volé, me golpeé la espalda contra el cordón y también contra un auto . Que en lugar de frenar a ayudarme prefirió escapar. Estuve lúcido en todo momento, no perdí el conocimiento. Sentí cómo me reventé la espalda, cómo me rompí la médula y me fisuré las costillas.
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En ningún momento cerré los ojos, fue todo a flor de piel. Lo primero que pensé fue “Me rompí”. Miré al costado y ahí estaban tirados el cabezal y los guantes de box que pensaba usar. Sentía que mis piernas ya no pertenecían a mi cuerpo. No podía moverlas ni sentir frío debajo del ombligo. Del ombligo para abajo no sentía ni siquiera el frío.
Comenzaron a rodearme personas que me decían “No cierres los ojos”. Yo sólo quería cerrarlos para morirme o para despertarme de esta pesadilla. Eso fue hace dos años. Pasé más de dos meses en un centro de rehabilitación y las noticias que recibí fueron desalentadoras. » Vas a necesitar una sonda para el resto de tu vida», me dijeron. Que debería usar siempre pañales y que jamás caminaría. Nunca me resigné a aceptar esas sentencias.
A punto de convertirme en boxeador profesional, el accidente me dejó sin control sobre mi cuerpo y con el pronóstico de pasar el resto de mi vida en una silla de ruedas. De vuelta a casa, continué con la rehabilitación ambulatoria. Las dos horas de viaje en ambulancia hasta el lugar y las dos horas de sesión me parecieron inútiles. Me trataban como a un discapacitado, no me daban ejercicios para que ganara independencia. Ante un callejón sin salida, me deprimí, despertándome cada día sin apetito ni motivación.
Mi cabeza trabajaba todo el tiempo. Quería dormir y no podía. Pensaba en lo que me había pasado, lloraba toda la noche, no conseguía descansar en ningún momento. Desanimado, dejé la rehabilitación. Completamente derrotado por primera vez en mi vida, me aferré a una cosa. Mientras estuve internado, vino a visitarme mi antiguo profesor de kickboxing.
Me invitó a su gimnasio para CrossFit una vez que me dieron de alta. Y, cuando pude, fui. Cuando le dije a mi mamá que quería seguir esa actividad, me respondió “Vas a vivir toda tu vida en una cama”, porque pensaba que me lesionaría. Le respondí que no me importaba, quería hacer lo que me hiciera sentir bien. Necesitaba una razón para levantarme de la cama por la mañana. Yo hago lo que para otros es una locura, por mi condición: me trepo a una soga a más de dos metros, levanto más de veinte kilos. El ejercicio no me lastima, me fortalece. Me pone a prueba permanentemente.
Al comienzo, me decían que nunca iba a poder controlar mis esfínteres, y parecía real: hasta un estornudo podía provocar que me ensucie los pantalones. Pero, como tantas otras cosas, logré controlarlo. A veces, si voy muy fuerte en el entrenamiento, puedo experimentar una pequeña pérdida de control, pero no uso pañales y nunca los voy a usar. Sólo tengo una silla de paseo, que no soporta más peso que el mío. Una chica me prestó la silla deportiva con la que juega al básquet, y la uso a veces para entrenar. A veces lo uso para entrenar con el objetivo de conseguir mi propio equipo y empezar a competir a nivel mundial.
Nunca encajé bien en los grupos, sobre todo cuando era chico. No me destacaba en nada, solamente en los deportes. En el colegio, en el barrio, y en todas partes, siempre había alguien que me molestara. Sufrí mucho el bullying. Mientras el bullying crecía, y mi pasión por el deporte también, decidí entrenar deportes de combate, para defenderme. Vivo en un barrio humilde, donde cada uno tiene que arreglárselas solo. “Defendete”, me decían mis padres. Y fue lo que hice. Practiqué kickboxing y luego boxeo. Soy de evitar las peleas, no las provoco, pero si se cruza un límite me defiendo. Así fue durante un tiempo, me peleé muchas veces en la calle, hasta que mi entrenador me dijo que no quería trabajar con alguien que se comportara así. Con mi crecimiento físico y lo que aprendí del combate, cada vez me molestaban menos personas. Con el resto, hablé. Ya éramos un poco más grandes y nos entendimos. Hoy en el barrio saludo a todos y me llevo muy bien. Luego sucedió el accidente.
El CrossFit me devolvió la vida. Ahora todos los días me levanto y dedico horas al entrenamiento. Doy clases de boxeo y masajes para relajar los músculos de mis clientes. Al superar mis propios límites, encontré la motivación que necesitaba para seguir adelante. Estoy en una etapa en la que no miro ni para atrás ni para los costados. Durante mucho tiempo, viví en un constante arrepentimiento, ira y duda. Era imposible seguir siendo optimista. Tengo una vida soñada, es hermoso lo que estoy viviendo. Es algo que supera los pronósticos de la ciencia y quiebra el diagnóstico que me dieron. Voy por la calle en mi silla de ruedas y nada tumba. Si veo una vereda en malas condiciones, lo vivo como una aventura, intento hacer piruetas, la cruzo con estilo.
Mi cuerpo es muy fuerte. Ya consigo pararme e intento de a poco volver a caminar. Es muy difícil, pero no me resigno. Doy las clases de boxeo de pie. Siempre salgo de la zona de confort. En mí hay una llama muy intensa, que me impulsa a seguir. Tengo que mantenerla encendida y cuidar que no me queme. Sé que mucha gente me observa y necesita que siga bien. Si yo me caigo, ellos también se van a caer. Así que me mantengo firme a pesar de todo.