A lo largo de los años, he desarrollado una reputación de ser una luchadora. No me interesan las conversaciones ni las negociaciones: quiero justicia para mis clientes y siempre estoy lista para el próximo desafío.
BUENOS AIRES, Argentina—Amenazas, lesiones graves, intentos de inmovilizarme y detenerme, y más, han marcado mi carrera como abogada penalista en Argentina. Estos son solo algunos de los abusos que enfrento al tomar casos de feminicidio y abuso.
A lo largo de los años, he desarrollado una reputación de ser una luchadora. No me interesan las conversaciones ni las negociaciones: quiero justicia para mis clientes y siempre estoy lista para el próximo desafío.
Las situaciones de violencia contra las mujeres son un hecho cotidiano en esta jurisdicción. Desafortunadamente, esto se refleja en mi profesión, que emplea principalmente a hombres y donde muchos ven a las mujeres como vulnerables.
Empecé como abogada penalista cuando era una adulta muy joven. Es un campo difícil para las mujeres, y el primer obstáculo que encontré fueron mis colegas. No podían tolerar que una abogada estuviera en su jurisdicción.
Las abogadas que trabajan en derecho penal suelen estar bajo el paraguas del poder judicial con padres, esposos o parientes que las designaron. Ellos hacen su nombre después de muchos años de práctica. Yo no.
Recuerdo una unidad penitenciaria donde los hombres me llamaban “señora” pero llamaban a mi colega, un abogado, por nuestro título profesional, “Doctor”. Simplemente los ignoré y me negué a responder hasta que me llamaron por mi título apropiado.
Cuando empecé, me vestía bien, me maquillaba mucho y me peinaba para parecer mayor. Lo hice para disimular que además de mujer era muy joven. No quería darles ninguna otra munición.
Hoy en día, no me importa nada de eso. Me pongo lo que quiero y dejo que mi trabajo hable por sí mismo.
En diciembre tuve problemas con un ex socio. Estuve trabajando con él durante 11 años. Se dio cuenta de que se había quedado atrás de mi nivel de habilidad, que la profesión lo había abandonado. Cuando se dio cuenta de que yo, en cambio, estaba triunfando y con ganas de seguir creciendo, se sintió amenazado.
Como resultado, trató de atacar mi estabilidad profesional y convertirse en el número uno en un caso en el que él era simplemente mi asistente, uno que ni siquiera había leído a fondo. Lo hizo frente al juez y al fiscal. A partir de entonces dejó de trabajar conmigo.
Este inaceptable acto de agresión fue muy dura emocionalmente y constantemente surgen problemas similares. Se sienten amenazados cuando las personas eligen a una mujer en lugar de un hombre para defenderlos en casos importantes y de alto perfil.
A veces me cuesta tolerarlo todo. Pero ahora, después de tantos años, nadie me llama “señora”. Todos me reconocen y me dan el respeto que merezco.
Algunos piensan que un buen abogado no es una parte importante de un caso. Sin embargo, siempre argumento que lo somos; al fin y al cabo, somos nosotros los que hacemos realidad la ley.
Mi carrera como abogada penalista me ha dado demasiadas satisfacciones. Nunca dudo de verdad o cuestiono mi camino. Sin embargo, en ocasiones, he querido dejarlo y probar algo nuevo. Ya doy clases, pero si dejara de trabajar como abogada penalista, me dedicaría por completo a la enseñanza del derecho penal.
Mi padre predijo mi profesión cuando tenía 5 años, cuando dijo: “esta niña va a ser abogada”. Vengo de una familia de ingenieros que no supieron luchar por sus derechos ni siquiera elegir mesa en un restaurante. Me ponía al frente del grupo familiar, les daba órdenes y pedía cosas. Sabía cómo formar un argumento, era natural.
Sin duda, soy una privilegiada; mi familia siempre apoyó mis estudios. Me lancé por mi cuenta a los 24, lo que resultó ser una decisión importante. Me di cuenta que la familia como concepto institucional no es una meta de vida que me impulse. Gracias a Dios, ya que me habría quitado tiempo para estudiar, pensar y trabajar en la reforma del manejo de los asuntos de la mujer por parte del poder judicial.
El caso más difícil que he tenido es el de una mujer que había matado a su marido, un policía federal. En este caso logramos cambiar la jurisprudencia en cuanto al sistema de defensa en el contexto de género.
Anteriormente, cada vez que una mujer se defendía, el tribunal la trataba como a una mujer con un trastorno mental. Este caso fue el primero en el que una mujer ofreció por primera vez un argumento de defensa propia, sin alegar ser mentalmente inestable.
El caso Beatriz López fue tramitado ante el Juzgado de Lomas de Zamora, y cambió la historia. Gracias a ese caso, las mujeres no necesitan alegar locura para defenderse y pueden valerse del Artículo 34 del Código Penal como legítima defensa. Se modificó la ley y se estableció que la violencia de género es un delito permanente y que uno puede defenderse en cualquier momento.
Lo que hay que cambiar es la mente de los jueces; es bastante difícil y toma tiempo. Pero creo que tiene más que ver con la cultura.
Desde el punto de vista de la igualdad de género, para evolucionar más allá del patriarcado actual, creo que el poder judicial necesita nuevas mentes. Creo que muchas juezas actuales hacen fallos con fundamentos feministas simplemente porque les queda bien a su imagen. Sin embargo, sea cual sea el motivo, la aprobación de la sociedad sigue y la realidad, poco a poco, va cambiando.