Los clientes que siempre pagaban sus cuentas venían a mí llorando, suplicándome que les perdonara la deuda. Sabiendo que tenían que comer, les dije que no se preocuparan.
BUENOS AIRES, Argentina – La crisis inflacionaria de siete años en Argentina es una de las peores del mundo. La gente entra en la tienda de mi barrio y me pide un trozo de fiambre o un paquete de arroz. Parecen desaliñados, desganados y tristes, con los ojos fijos en la nada. Observo cómo rebuscan en la basura en busca de comida o cartón para vender. [En Argentina, el cartón se puede recoger y vender, lo que representa un sector laboral informal].
Hoy cada vez más gente duerme en la calle, son los mismos que quizás entran a pedirme algo y luego se recuestan en la placita que está frente a mi negocio y comparten lo que se llevan con sus familias, me parte el alma verlos con los chicos. Intento ayudarlos dándole recortes de fiambres y quesos que van quedando.
Mi rutina es sencilla, me levanto a las 6:00 de la mañana desayuno y levanto la persiana del local 8:30 horas, durante la mañana se acercan algunos proveedores y clientes. Al mediodía cierro para ir a comprar mercaderías o almorzar y a las 20:30hs cierro el almacén.
En lo personal me siento muy mal con esta crisis que atravesamos; la charla con el cliente es de todos los días. Es muy difícil llegar a fin de mes. Aquellas personas que sacan mercadería y me pagan después son anotadas en papeles que pego en la pared que está junto a mi escritorio, como recibos, hechos a manos, algunos clientes abonan sus deudas en plazos, como si yo les otorgara un crédito de otro modo no podría trabajar.
Yo me acuerdo que durante la crisis del 2001 o del 2002 la gente no me pudo pagar sus deudas y tuve que olvidarme de que habían existido. Personalmente esa misma crisis fue la más dura y difícil. La pandemia también agravó la situación de la gente. Clientes que siempre pagaban sus facturas venían a mí llorando, suplicándome que les perdonara la deuda. Sabiendo que tenían que comer, les dije que no se preocuparan, perdonándoles la deuda y permitiéndoles seguir utilizando su línea de crédito. Incluso antes de esto, muchos de mis clientes luchaban por mantener gastos fijos como el alquiler. Ahora, la situación ha empeorado.
Con más frecuencia se empiezan a ver letreros en los que se anuncian cierres definitivos, ya sea porque los dueños cerraron su negocio de manera total o porque cierran alguna sucursal por no poder mantener más los gastos y es un fantasma que me persigue.
Cuando pienso que un día podría pasarme a mí, se me llenan los ojos de lágrimas y se me rompen las frases. Me pregunto: «¿Qué haría yo? ¿Qué puedo hacer?»
Muchos comerciantes cerraron porque no querían acumular deudas. Los precios de alquiler de sus locales se volvieron inasequibles, aumentando su coste cada dos años. Con los márgenes de beneficio ya reducidos, los propietarios no tardaron en anunciar: «Tengo que aumentar los costes de alquiler un 50% debido a la inflación». Lo que me salvó es que soy dueño de mi tienda. De lo contrario, no puedo decir lo que podría haber pasado.
A medida que la crisis inflacionaria se prolonga, la rentabilidad se reduce, beneficios destinados a ayudar a reponer el inventario. Pronto, el coste de la mercancía casi equivale a la venta de productos. En épocas como ésta, si los propietarios de los negocios no tienen ahorros, éstos caen.
Entonces, como la gente de la comunidad lucha por llegar a fin de mes, compran menos o compran marcas genéricas que no puedo llevar. Los artículos de lujo que antes eran populares, como una lata de champiñones o palmitos, se quedan obsoletos. Esta crisis nos afecta a todos.
Para los propietarios de pequeñas y medianas empresas como yo, que sobrevivieron a las subidas de aranceles, a la recesión y a la época del macrismo, de mala o nula política económica, logramos superar la «máquina de fundir» cuando muchos otros no lo hicieron. Ahora, la posibilidad de fracasar y cerrar mi tienda se siente como una amenaza al acecho. Eso me asusta. Si tuviera que cerrar, significaría que la esperanza está perdida.