Tengo un hijo de diez años, que hasta hace poco, como muchos niños, fantaseaba con ser policía. El uniforme, la idea de cuidar a la gente, son atractivos a esa edad. Después de este incidente, al ver cómo me afectaba, cambió de opinión. Un día se me acercó y me dijo “Yo ya no quiero ser policía, no quiero ser malo”.
VALENCIA, Venezuela —Un domingo a la tarde, después de trabajar, fui con un amigo a tomar algo a un bar de la comunidad LGBT. Sólo veinte minutos después, escuché un grito: Comando de la Policía Nacional Bolivariana. «¡Manos arriba, quédense quietos donde están!”.
Lo primero que pensé fue que era alguien haciendo una broma, no le di importancia hasta que vi que se acercaron oficiales uniformados, con sus armas reglamentarias. Sin comprender bien lo que pasaba, todavía la situación no me intranquilizaba. Pero la confusión comenzaba a crecer. Los oficiales nos llevaron a un sector de lockers, donde quienes van a las salas de vapor del piso de arriba dejan su ropa. En mi mente, era imposible que nos fuera a pasar algo. Ya que no estábamos haciendo nada malo.
A mi alrededor, noté que los nervios de algunas personas se alteraban poco a poco. Mi sensación cambió cuando, luego de pedirnos los documentos, dejaron que algunas personas se fueran del lugar. Quienes indicaron que trabajaban para el gobierno o tenían contactos importantes, salieron sin problemas. Los demás, quedamos retenidos sin respuesta. Empecé a temer lo que vendría después.
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Miramos a nuestro alrededor en busca de consuelo, incapaces de comprender la gravedad de la situación. Nos dijeron que nos trasladarían a un comando que quedaba lejos de allí. Fue sorpresivo. No estábamos, según ellos, detenidos. Sólo éramos, supuestamente, testigos en un procedimiento de rutina.
El viaje en auto fue extraño. Por un lado, el policía que viajó con nosotros era amable, incluso bromista. Pero, por otro, estaba muy presente la tensión de tener que ir a una comisaría sin saber para qué. En cuanto llegamos al lugar, todo cambió para peor.
La amabilidad se terminó drásticamente. Nos sentaron a todos en una oficina grande, nos impedían hablar y recostarnos en la pared. Yo vi el miedo en los demás y, aunque también estaba nervioso. Tomé el papel de colaborar y apoyar al resto.
Nadie espera que le pase algo así, pero, lamentablemente, situaciones de este tipo se volvieron más frecuentes en mi país. Hay grupos policiales que se mueven sin rendir cuentas a nadie, tienen los medios para simular un hecho punible y que, antes de que eso pase a peores, tú tengas que pagar. Es como un secuestro exprés.
Durante la espera, empecé a pensar que tal vez esta era una de esas situaciones, y que pronto seríamos libres. De repente, les quitan a todos sus celulares. La mayoría sudaba, algunos comenzaron a hiperventilar. El ambiente se volvía más hostil a cada segundo.
El miedo crecía dentro mío, y yo intentaba ocultarlo. Ser gay en Venezuela es someterse permanentemente a la homofobia. Una oficial le pidió a cada uno que desbloqueara su celular, y se metió en las fotos y videos íntimos. Las comentaba en voz alta, se reía junto a sus compañeros. Algunos no resistieron la tensión y el abuso y comenzaron a llorar, otros casi se desmayan.
Yo estaba preocupado, pero decidí mantener la cabeza fría. Me propuse observar todo atentamente y tratar de grabármelo, para poder contarlo cuando tuviera la oportunidad. El estrés, sin embargo, me provocó un dolor de estómago intenso y punzante. Tuve que insistir varias veces para que me permitieran ir al baño. Sólo me lo concedieron con la exigencia de que uno de ellos me vigilara desde cerca. Sentado en el inodoro, con la puerta abierta y un policía apuntándome y riéndose de mí. Me sentí horriblemente humillado.
Yo no te mandé a hacer lo que estabas haciendo”, me dijo uno. Me sentí avergonzado. Aunque aún no lo sabíamos, en ese momento nuestras caras ya se viralizaban en las redes. Y se hablaba de una supuesta orgía que en realidad jamás sucedió. Hasta hablaron de la presencia de menores de edad. Me enfermaba esa situación. Pasamos esa noche presos, ya imputados por causas que no nos comunicaban. Entre nosotros había hombres que no asumían públicamente su homosexualidad, algunos casados. Hubo alguno que pensó en matarse.
Las horas fueron eternas. Ninguno fue capaz de dormir, y al cansancio y el miedo se sumó el hambre. Al día siguiente nos dieron algo de comer por primera vez. Recién el miércoles nos liberaron, con los cargos de ultraje al pudor público, agavillamiento y contaminación sónica sobre nuestras espaldas. A treinta de nosotros nos sobreseyeron rápidamente. Eso, aunque suene contradictorio, no me alivió. Siento que la justicia y la policía se cubrieron mutuamente, que a nadie les importó nuestras vidas. Estamos libres, pero sobre nosotros pesan las acusaciones que se brindaron a los medios de comunicación y que circularon en redes sociales.
Son momentos duros para la comunidad. Eso ha hecho que merme la voluntad política hacia grupos como la comunidad sexual diversa. Nos sentimos aún más desprotegidos que antes. Eso se evidencia en situaciones como estas.
Mis compañeros quedaron muy afectados. Hay compañeros que perdieron otros trabajos, y algunos fueron echados de sus casas. Decidí declarar y me volví el rostro de este caso. Eso trajo consecuencias, mi vida cambió. Un mediodía, estaba sentado en un restaurante, esperando por alguien. Detrás de mí, escuché la conversación entre dos mujeres: “Mira, es el muchacho de la orgía”, dijo una, refiriéndose a mí.
Instantáneamente se me quitó el hambre, y sentí un deseo profundo de voltearme a insultarla. Respiré hondo, la saludé con amabilidad y me retiré. Me dio tristeza, porque yo llevaba una vida súper normal y tranquilo. Como para que ahorita cualquiera me diga cosas por la calle.
Tengo un hijo de diez años, que hasta hace poco, como muchos niños, fantaseaba con ser policía. El uniforme, la idea de cuidar a la gente, son atractivos a esa edad. Después de este incidente, al ver cómo me afectaba, cambió de opinión. Un día se me acercó y me dijo “Yo ya no quiero ser policía, no quiero ser malo”.
Es triste, hay una mala imagen generalizada de los uniformados. No debería ser así. Ya no sabemos muchas veces si temer más al delincuente que te puede robar o al uniformado que roba con licencia. A raíz de todo esto, tengo estrés postraumático.
Por las noches trato de dormir y no logro conciliar el sueño. O me duermo y en mis sueños estoy sumergido en medio de una balacera, o entrando en una comisaría. Vuelvo a despertarme, agitado. Ahora escucho una sirena de policía y siento miedo. Al haber hablado públicamente, temo que haya represalias.
Si hay algo bueno que se pueda extraer de esta experiencia es que ese día nosotros éramos 33 desconocidos. Hoy somos 33 compañeros. Hemos creado bastante afecto entre algunos. Nos ha tocado apoyarnos unos con otros. Cuando alguien está triste, toca echarle una manito. Si alguien no tiene nada de dinero, entre todos le ponemos para que resuelva algo. Sin buscarlo, se creó una hermandad.
Cuando alguien tiene un bajón, nos juntamos a tomar un café y tratamos de subirle los ánimos. o pretendía convertirme en ningún líder de la comunidad ni nada de esto, pero creo que mis palabras tuvieron un gran alcance y agradezco todo ese apoyo. Recibir tantas palabras de apoyo me hizo sentir menos solo.
Durante años, fui testigo de cómo se privaba a la gente de su libertad, e hice todo lo posible por luchar por ellos. Si así han pasado las cosas, tiene que ser por algo. Si tengo algún mensaje para dar, será en pro de conseguir cosas buenas. En este caso, para la comunidad. Toca hacerlo. Hasta entonces, la lucha continuará y nos mantendremos firmes.