La arena de Black Rock City es muy fina, y con la lluvia el terreno se volvió realmente inestable. Para ir al baño, avanzaba con cuidado y, a cada paso, bajo mis pies había más centímetros de lodo pegado.
NEVADA, Estados Unidos. Burning man es siempre una experiencia particular. Fui dos veces, y mi filosofía es sorprenderme con lo que encuentre, soltar las expectativas. Este año, lo que encontré fue un escenario de tormenta, con bastante preocupación e incertidumbre. Y mucha cooperación. El ambiente estaba muy chill, hasta que empezó a llover. Cayó tanta agua en poco tiempo que de repente el paisaje se modificó por completo. Todo el desierto se transformó en un pantano. Varios conciertos se suspendieron, y hubo gente que entró en pánico. Como latino, estoy acostumbrado a los imponderables, a que algunas cosas sean más complicadas de lo planificado Y me mantuve tranquilo.
La arena de Black Rock City es muy fina, y con la lluvia el terreno se volvió realmente inestable. Para ir al baño, avanzaba con cuidado y, a cada paso, bajo mis pies había más centímetros de lodo pegado. Para ir al baño, avanzaba con cuidado y, a cada paso, bajo mis pies había más centímetros de lodo pegado. Me sentía inestable, y me enfoqué en moverme sólo lo necesario, mantenerme seguro y sano, evitando caídas y golpes.
Había un cierto pánico general en el ambiente. La señal de internet es muy escasa, y las versiones diferentes sobre lo que pasaría circularon rápidamente. Algunos decían que pasaríamos varios días allí, otros que ya abrirían las puertas. La racionalización de comida y energía se volvió un tema presente Y esto afectaba los ánimos y la convivencia.
Nos metimos en la naturaleza a hacer un festival y el desierto decidiría lo que pasaría y lo que no. Ese fue uno de mis mayores aprendizajes. Había mucha ansiedad. Cada persona que me cruzaba tenía información diferente. En un momento, alguien decía que estaba todo bien, que al día siguiente saldría el sol y el éxodo sería normal. Un rato después, otra persona decía todo lo contrario. Veías a la gente y sus rostros eran la prueba de que estaban pasándola mal.
La primera noche fue difícil, se mojó la tienda del campamento en la que estaba. El colchón frío me impidió dormir. Y era difícil imaginar cómo mejoraría el escenario. Sin embargo, en el campamento se forjó, con todo esto, una especie de familia.
Con todas las tiendas mojadas, la noche siguiente nos trasladamos a la principal. Dormimos todos juntos, en colchones repartidos por el suelo. Como si fuese un gran pijama party. Sentí como si, de alguna manera, se manifestara el espíritu humano ante la adversidad. Nos unimos orgánica y verdaderamente.
La incertidumbre crecía. Cuando escuché que había una persona muerta, se me estrujó el corazón. No sabíamos qué le había pasado, pero se me ocurrió que debía tener cuidado con la electricidad. Ya no se trataba solamente de embarrarse un poco, tener frío o comer un poco menos. Si no ponía atención a lo que me rodeaba, podía ponerme en riesgo a mí mismo. A fin de cuentas, es un campamento montado en el desierto, y podría haber alguna falla eléctrica ante el contacto con el agua. Tuve cuidado y foco.
Me concentré en no desesperar. Me convencí a mí mismo de que lo peor que podría pasarme sería perder un avión para volver a casa. No me cambiaría la vida.
Una madrugada, a las cinco de la mañana, fui caminando hacia el único lugar donde había internet. Helado, con sueño y lleno de barro, caminé durante una hora. En ese momento, presencié uno de los mejores amaneceres que vi en mi vida.
De un lado, había luna llena, del otro, salía el sol. En los dos horizontes, los dos astros me acompañaban. Fue sencillamente hermoso, me alucinó vivir un instante así. Siento que eso es Burning man. Todo lo que vivimos es efímero, hay momentos de algarabía y otros no tan buenos, que ahí se multiplican. Ese amanecer me dio una gran alegría.
El sábado fue el día que más llovió, el más complicado y de mayor incertidumbre. En medio de esa sensación abrumadora, me contaron que se haría un concierto que estaba pautado. Cargué mis equipos, me puse bolsas en los pies, y caminé. El concierto fue una locura, mientras tocaba veía a la gente intentando hacer pie. Parecía como si patinaran en una pista de hielo.
Pero al mismo tiempo disfrutaban la conexión con mi arte. Ya no tenía la expectativa de hacer un concierto para que todo el mundo me halagara, sino que lo hacía para compartir lo que nos tocaba vivir y pasar un buen momento en conjunto.
Había decidido tomar lo que el festival me otorgara y aceptarlo. Y así me fui. Estaba en mi campamento, observando el horizonte, cuando pasó otro argentino y me dijo que saldría del desierto en ese mismo momento. Me invitó a ir con él. No lo pensé ni un segundo. Saludé a todos y me fui.
La salida fue catastrófica. Tardamos once horas para hacer un trayecto de cinco millas hasta la ruta. Alrededor, el escenario era apocalíptico. Cientos de vehículos estaban atascados en el barro, inmóviles. Pertenecían a aquellos que, presas del pánico, habían intentado salir durante los días de tormenta.
En cuanto volví a tener señal de internet en mi celular, me llegaron cientos de mensajes de amigos y conocidos preguntándome cómo estaba y qué había pasado. Ahí me di cuenta de que también afuera habían circulado versiones de todo tipo. Como que se había suspendido el festival. Eso nunca pasó. No deja de sorprenderme la magnificación que se hace de los hechos en las redes sociales y los medios.
El día que llegué al festival, estaba convencido de que sería mi última vez en Burning man. Era mi segundo año consecutivo y creí que ya lo había visto todo. Ahora, luego de lo que pasó, la hermandad que se formó en la adversidad hizo que crecieran mis ganas de volver. Es un lugar que quiero habitar.