Me sentís preso. Pero también sentía que, como periodista, tenía en mis manos una herramienta poderosa. Podía investigar, demostrar mi inocencia y contar historias que reflejen lo que me estaban haciendo. Me tocó contar la historia de una contaminación, la historia de un asesinato. Y también me tocó contar la historia de una persecución en mi contra. Hubo colegas que comenzaron a dudar de mí, que ya no me veían como periodista, sino como un activista. En redes sociales recibí hostigamiento, acusaciones, que por momentos me hundían en la desesperanza.
EL ESTOR, Guatemala – Durante casi siete años, sufrí un hostigamiento judicial y amenazas por mi trabajo como periodista. Especialmente, por denuncias contra compañías contaminantes en mi pueblo, El Estor. Los periodistas ambientales somos víctimas frecuentes de este tipo de acciones, aunque no me imaginé el peso que recaería sobre mí al comenzar mi investigación.
Recién desde enero de este año pude volver a sentirme libre por las calles. De todos modos, estos años de persecución dejaron secuelas de todo tipo en mí y en mis vínculos, incluyendo el alejamiento con parte de mi familia.
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En mayo de 2017, además de desempeñarme como comunicador social independiente, yo trabajaba en la oficina de Gestión Ambiental de la municipalidad de El Estor. Un día, un grupo de pescadores me busca en mi trabajo, y luego también en mi casa, para pedirme que fuera a ver el lago. Veía la preocupación en sus rostros, pero no me imaginaba aun lo que encontraría.
Al llegar al lugar, no podría creer lo que tenía delante de mí. Una gran mancha cruzaba el lago, tiñéndolo de rojo. Comencé a tomar fotos y a documentar, asombrado, sin entender bien lo que sucedía. “Nunca vimos algo igual”, me dijeron algunos abuelos y abuelas de la zona. Sus palabras me tocaron el corazón, me hicieron darme cuenta de que la situación era grave. Ahí sentí cómo se instalaba en mi interior el compromiso de investigar. “Si no lo hago yo, ¿quién lo va a hacer?”, me pregunté. Entonces, asumí el compromiso sin pensarlo demasiado. Se me cruzó por la cabeza que podría tener consecuencias, pero no me imaginé la magnitud terrible de lo que iba a venir.
Unos días más tarde, acudí a cubrir una manifestación contra la empresa contaminante. Allí, el pescador Carlos Maaz fue asesinado. Yo tomé fotografías y videos en el momento exacto, aunque sin darme cuenta de quién lo había asesinado. Mientras la policía negaba que hubiera heridos y un muerto, yo daba entrevistas a la televisión confirmando que lo había visto con mis propios ojos.
Esa noche, llego a mi casa y empiezo a revisar las fotografías. Allí veo que el disparo que mató al pescador provino de parte de la policía. Tenía delante de mí la evidencia irrefutable. Se me aflojaron las piernas, supe que estaba sumergido en un problema enorme. Entonces, sonó el teléfono, con las primeras amenazas. Esa misma noche me llamaron varias veces. En la última, me dijeron “Conocemos donde vivís, sabemos quiénes son tus vecinos y vamos a ir por ti”. Una parte de mí quería creer que se trataba de una broma, y me mantuve sin hacer nada al respecto.
Pero tres días después vi gente armada rondando alrededor de mi casa. Yo vivía junto a mi hijo y mi hija, de 8 y 9 años en ese momento. Al mismo tiempo, los pescadores me llamaron para contarme que había una orden de captura a mi nombre. Miré a mis hijos y, sin darles demasiada información, les avisé que teníamos que mudarnos inmediatamente.
Me miraban con algo de miedo, pero confiaban en mí. Durante un tiempo, los dejé con mi hermana, mientras yo tuve que irme del pueblo. “Cuídense mucho, pronto voy a regresar”, les dije, aguantándome el llanto. Mis abogados comienzan a pedir que se me conceda una audiencia, pero recién me la darían un año y medio después. No pudieron encarcelarme, pero me obligaron, como medida sustitutiva, a arraigarme en casa. Debía reportarme cada mes, ir a firmar un libro de actas en el Ministerio Público, para comprobar que no me había fugado durante el proceso en mi contra.
Fui víctima, a la vez, de una descomposición familiar, una descomposición comunitaria y una descomposición social. La empresa contrató a la mamá de mis hijos y a su nueva pareja. Ellos comienzan a trabajar en la mina y ella me demanda por los niños. Decía que no podían estar conmigo porque yo era un criminal, un convicto. La empresa contrató a algunos tíos y hermanos míos. Yo ya no podía confiar en prácticamente nadie, me sentía cada vez más encerrado. Sólo una de mis hermanas podía saber dónde estaba. Era quien me ayudaba a ver eventualmente a mis hijos.
En simultáneo, inician una campaña de difamación en mi contra, que hace que muchas personas me voltearan el rostro y se volvieran hostiles. Tuve que salir de mi comunidad. Seguía haciendo mi trabajo, para subsistir, pero era como si no existiera. Era una especie de fantasma, vivía resguardado y mirando con desconfianza a través de la ventana. A veces quería salir a caminar, o a comprar algo, pero prefería quedarme con hambre y sentirme un poco más seguro en mi encierro que exponerme. Cuando me atrevía a salir, sentía el zumbido de los drones de la policía que me seguían, incansables. Todo ello no hacía más que despertar un mayor coraje y ganas de seguir investigando.
Me sentí preso. Pero también sentía que, como periodista, tenía en mis manos una herramienta poderosa. Podía investigar, demostrar mi inocencia y contar historias que reflejen lo que me estaban haciendo. Me tocó contar la historia de una contaminación, la historia de un asesinato. Y también me tocó contar la historia de una persecución en mi contra. Hubo colegas que comenzaron a dudar de mí, que ya no me veían como periodista, sino como un activista. En redes sociales recibí hostigamiento, acusaciones, que por momentos me hundían en la desesperanza.
Sentado en la silla, viendo un punto fijo en la pared, con ganas de salir a la calle, pero imposibilitado de hacerlo, más de una vez pensé “¿Por qué me metí en esto?”. Pero luego venía una oleada de fortaleza, una fuerza interna, que me impulsó a seguir. Me identifico mucho con mi pueblo originario, soy maya. En nuestra filosofía maya, sabemos que no estamos nunca solos. Están las abuelas y los abuelos, sus energías, su sabiduría, y tenemos un espíritu guardián que nos acompaña, que es el náhuatl. Empecé a sentir esas energías, que me indicaban que no estaba solo, y que estaba en lo correcto.
Comencé a fumar, un vicio que había conseguido dejar. Para calmar los nervios, necesitaba encender un cigarrillo, y expulsar con el humo algo del estrés que me agobiaba. Y pasaba largas horas leyendo poesía. Me montaba en las palabras y viajaba lejos de mi reclusión y mis problemas. Salía a volar con mis pensamientos. En 2019 volví a El Estor, creyendo que podría retomar parte de mi vida. Pero no fue así. Había un grupo de personas que la mina había cooptado, que la mina había contratado para que me vigilara.
Una noche, de repente, un grupo de gente entró a mi casa. No reconocía a ninguna de esas personas, que me miraban amenazantes, esperando que yo reaccionara de alguna manera para tener una excusa que les permitiera violentarme. Tuve que contenerme y simplemente me paré a un costado a observar cómo se llevaron de mi casa todo lo que encontraron. Mi cámara, dos celulares, las memorias, incluso un trípode que no funcionaba, todo se fue con ellos. Afortunadamente, esa noche no tenía mi computadora, la había dejado con un amigo. Pero se llevaron la cámara, los dos celulares. Me mantuve callado, y eso me permite hoy poder contar mi historia. Tuve que irme nuevamente, desolado. El 31 de enero de este año, luego de que colegas periodistas de Europa exigieran que se resolviera mi caso.
Y que varios diputados del parlamento europeo se pronunciaran a mi favor, por fin tuve una audiencia con la abogada de la mina. Inicialmente, envió un documento diciendo que se retiraba de la parte querellante. Pero el juez no lo validaba porque ella no estaba presente. Fueron minutos de mucha tensión mientras mis abogados negociaron que se acercara al lugar. Parecía que el proceso sería eterno. Pero, luego de acordar que no habría fotos ni videos, la abogada de la mina se presentó y todo terminó.
Me sentí súper feliz, exultante. No lo podía creer. Después de tantos años, finalmente estaba libre y el juez levantó todos los cargos en mi contra. Sin embargo, me costó entender que estaba en otro momento y que podía vivir sin presentarme cada mes en el Ministerio Público. Durante siete años no pude ir a tomar una cerveza con amigos, ya que estaba impedido legalmente de hacer algo así en público. En cuanto pude hacerlo nuevamente, sentí que estaba volviendo a nacer. Otra vez podía reír con gente cercana, otra vez estaba viviendo.
De todos modos, hay secuelas psicológicas. A veces me subo a mi bicicleta y, de repente, me pongo tenso porque siento que la policía o alguien más podría estar siguiéndome. También extraño mucho a mi hija, que en medio de todos estos problemas eligió irse a vivir con su madre. Aunque sé que no es nada fácil volver a lo que era antes, es un proceso y espero tener la dicha de ver muchos atardeceres, concretar algunas metas y algunas otras investigaciones que también están en mi corazón.
Hoy, por la crisis política que vive mi país, tuve que relocalizarme en Europa. Los periodistas que cubrimos daños ambientales y violaciones a derechos humanos somos señalados como enemigos del Ministerio Público. Ha sido restringida la libertad de prensa. Debido a todo esto, he tenido que salir de mi país unos meses por temas de seguridad.