Con cada paciente que trato, siento el peso de su sufrimiento. Les duelen los huesos, apenas pueden mantenerse en pie y arden de fiebre. Veo a pacientes vomitando, deshidratados y aquejados de molestias gastrointestinales.
BUENOS AIRES, Argentina – Cuando entro en la clínica cada mañana, la realidad de la situación en Buenos Aires me saluda con una claridad aleccionadora. Estoy siendo testigo de lo que se ha dado en llamar la peor epidemia de dengue de la historia.
Todos los días me encuentro con pacientes que sufren fiebres de hasta 42 °C (107 °F). Llegan en un estado de agotamiento total, apenas capaces de mantenerse en pie. La temporada del dengue llegó antes de lo habitual este año, tomando a todo el mundo desprevenido. Normalmente, la fase más crítica del ciclo vital anual del virus se produce más avanzado el año.
Con la inesperada oleada que nos asola, nos enfrentamos a 180.000 casos de dengue y 129 muertes. La curva ascendente de los casos resulta alarmantemente pronunciada.
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Las colas para ir al trabajo se extienden a lo largo de varias manzanas frente a los centros médicos. Todas las personas con las que me encuentro han tenido dengue, lo padecen ahora o conocen a alguien afectado recientemente. Como médico de primera línea, cuando llegan pacientes desesperados, garabateo con un lápiz en un papel indicaciones para autoprotegerse contra el virus. A falta de folletos oficiales, creamos medios caseros para difundir el mensaje.
Me encuentro inmersa en el debate sobre la inclusión de la vacuna contra el dengue en el calendario de vacunación obligatoria, pero veo cómo el gobierno nacional parece reacio incluso a reconocer el brote. Lamentablemente, la grave crisis económica de Argentina hace que la vacunación sea inasequible para la mayoría de mis pacientes.
Con cada paciente que trato, siento el peso de su sufrimiento. Les duelen los huesos, apenas pueden mantenerse en pie y arden de fiebre. Veo a pacientes vomitando, deshidratados y aquejados de molestias gastrointestinales. Una migraña aguda suele instalarse detrás de los ojos, lo que hace que el dolor sea insoportable.
Estos pacientes pierden el apetito y la sed, pero esperan durante horas a ser atendidos. Algunos intentan permanecer de pie, mientras que otros se sientan en el suelo. La brutalidad de la situación resulta abrumadora. Cuidar de mí misma se convierte en un verdadero reto. Lo que hace especialmente dramática esta epidemia es la falta de repelentes para evitar las picaduras de mosquito. La escasez de este crucial mecanismo de defensa comenzó en marzo, justo cuando entramos en temporada alta.
En los últimos 15 días, cuando los casos alcanzaron su punto álgido, el crucial repelente se hizo casi imposible de encontrar. El personal de supermercados, tiendas y farmacias se hace eco de la misma frase: «No tenemos». Cuando estaban disponibles, los precios llegaron a ser astronómicos. Una sola botella de repelente cuesta entre cuatro y nueve dólares. Mientras tanto, alguien que vive de una pensión puede ganar 200 dólares al mes, y una botella le dura sólo tres días.
En algunos de los barrios donde trabajo, veo los peores escenarios posibles. La gente lucha por acceder a agua limpia para beber o bañarse y reducir la fiebre. Las madres empujan a los bebés en cochecitos sin tules ni mosquiteras porque no pueden comprarlos. Los barrios siguen rodeados de basura y depósitos de agua estancada, un caldo de cultivo perfecto para los mosquitos. Cuando paso por estas zonas, me siento como en una película de terror.
Cada día surgen nuevos casos y el miedo sigue siendo palpable. Veo a gente desesperada, que apenas se aventura ya a salir a la calle. Un vecino se contagia de dengue, luego el de enfrente, y todo el mundo sabe que le puede tocar a él. Los residentes viven en constante estado de vigilancia. Corren temerosos a la seguridad de sus hogares, cerrando puertas y ventanas. La sensación de pavor se multiplica a medida que aumenta el número de casos.
Cada día, sin falta, veo pacientes con fiebres que alcanzan los 42◦C (107◦F). Llegan en un estado de total agotamiento y deshidratación. Se tambalean, convulsionan, alucinan y vomitan. Los pacientes se desorientan del tiempo y del espacio. Cuando sus cuerpos alcanzan temperaturas tan elevadas, las proteínas comienzan a descomponerse y mueren, una situación sanitaria extremadamente grave.
Algunos pacientes informan de ligeras mejorías y luego pasan todo el día postrados en cama. Se retuercen de dolor, conteniendo los gritos. El medicamento Paracetamol apenas proporciona alivio. Sus articulaciones se agarrotan por completo y sufren intensos dolores de cabeza, con una fuerte presión justo detrás de los ojos, que les dificulta ver o enfocar.
Hace poco me encontré con un caso especialmente desgarrador. Un taxi trasladó al hospital a una niña de siete años en estado crítico aquejada de dengue. Sangraba por varias partes del cuerpo y, a pesar de los esfuerzos por reanimarla, perdió sangre rápidamente por la nariz y la boca. La bolsa utilizada para administrar el oxígeno se volvió roja.
Trágicamente, murió minutos después de llegar a urgencias, víctima de un caso evitable de dengue. Todos nos sentimos devastados y traumatizados. El dolor es inmenso, antes y ahora. La conmoción y el dolor embargaron a la familia de esta niña, así como a mí y a todo el equipo médico. Las lágrimas empezaron a correr libremente.
Muchos pacientes a los que he tratado durante años abandonan ahora mi consulta y tengo la inquietante idea de que quizá no vuelva a verlos. Intento evitar demasiado contacto visual para que no me vean llorar; y abrazo a los demás como si fuera nuestra despedida final.
Toda esta situación me llena de rabia y tristeza. Caminar por las largas colas de personas que esperan ser atendidas me destroza el corazón. Veo hombres y mujeres mayores, y madres con bebés y niños. Sin embargo, cada día voy al hospital o al centro de salud, me pongo la bata blanca y lucho con las herramientas que tengo, esforzándome por hacer de este mundo un lugar mejor. Nunca me rendiré
En el peor de los casos, veo pacientes que llegan con hemorragias. Sangran por las encías o la nariz y aparecen puntos rojos en la piel. Este signo alarmante puede dar lugar a complicaciones graves, como la de la niña con la que me encontré. La otra preocupación viene dada por el hecho de infectarse por el virus del dengue dos veces en el mismo año. Una vez que la persona se recupera, se vuelve inmune al tipo de virus que la infectó, pero no a los otros tres serotipos. Una infección por un serotipo seguida de otra por un serotipo diferente aumenta el riesgo de que una persona presente síntomas graves y muera.
En poco tiempo, es probable que todo empeore, y el pico más alto de infecciones se espera para dentro de 15 a 30 días más. Nosotros, en nuestras trincheras, esperamos defender y salvar al pueblo. Pronto podríamos dejar de hablar de epidemias de dengue y empezar a hablar de endemias, lo cual es muy preocupante. La enfermedad avanza implacablemente, poniendo en peligro la vida de todos.
Frenar esta epidemia requiere educación pública para prevenir la propagación del mosquito transmisor del dengue. Sin embargo, las campañas nacionales siguen siendo escasas. En el pasado, veíamos unos pocos casos de dengue en diciembre, y las cifras aumentaban gradualmente hasta marzo. Sin embargo, el calentamiento global ha cambiado las reglas del juego. El aumento de las temperaturas y la mayor frecuencia de fenómenos meteorológicos extremos han provocado un incremento significativo de la población de mosquitos. Como resultado, ahora vemos casos de dengue durante todo el año.
Por cada persona que muestra síntomas de dengue, hay otras tres asintomáticas que no se registran en el sistema sanitario. Esto es muy preocupante. En los hospitales públicos hemos activado protocolos especiales para la atención a los pacientes. En algunas provincias se han reprogramado intervenciones quirúrgicas no urgentes para liberar camas. Las salas médicas están desbordadas de pacientes. Hay que hacer algo.