La noche cayó mientras me preparaba para saltar al agua en Guardia Mitre. Sin un rayo de luz que me guiara, respiré hondo y me sumergí en el río. Inmediatamente, me sentí mareada y el mundo comenzó a dar vueltas a mi alrededor.
VIEDMA, Argentina — La noche cayó mientras me preparaba para saltar al agua en Guardia Mitre. Sin un rayo de luz que me guiara, respiré hondo y me sumergí en el río. Sin un rayo de luz que me guiara, respiré hondo y me sumergí en el río. Nadando los cien kilómetros hasta mi ciudad natal, Viedma, el agua y el cielo se confundían a la vista. Sentía que estaba dentro de la boca de una bestia.
Mi mamá me acompañaba en un kayak, justo al lado mío. Adelante y atrás, dos lanchas completaban el equipo de seguridad. En una travesía como esta, el agua cambia mucho – a veces, está calma; por momentos, hay mucha corriente cuando se levanta el viento. Cuando salió el sol, su belleza me envolvió, aunque la temperatura ambiente bajó drásticamente. Luché más de 17 horas antes de llegar a la meta. Mientras me acercaba a la costa, vi a una multitud esperándome, y me llenó de emoción y alegría. Al mismo tiempo, me sentí abrumada por el cansancio.
Ese día me convertí en la primera mujer en nadar desde Guardia Mitre a Viedma, y en la primera persona, independientemente del género, en hacerlo sin traje.
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En Viedma, vivíamos cerca del mar. A mis ocho años, unos amigos de mi papá me invitaron a cruzar el Río Negro nadando. Algunas personas decían que estábamos locos, pero yo estaba entusiasmada por intentarlo. Quería vivir la experiencia. Estar en medio de las aguas abiertas, rodeada de vacío, con las olas golpeándote el cuerpo, es increíble y un poco aterrador.
Me sentí como un animal tratando de sobrevivir, y la experiencia cambió mi vida. Me asustó el contexto, mientras miraba a los amigos de mi papá. Mi corazón latía fuerte. Logré calmarme y el miedo se desvaneció. Una descarga de adrenalina me llenó y comencé a nadar. Sentí como si el mundo se abriera para mí.
Seguí compitiendo en piletas, pero eran más restrictivas. Me sentía como en una pecera, y yo necesitaba más libertad. El agua es un hogar para mí. En la adolescencia, cuando tenía un mal día, le pedía a mi mamá que me llevara hasta el río. Yo me tiraba al agua y nadaba de un puente a otro. Mientras ella me seguía en auto, a un costado. Con cada brazada, me sacudía los problemas. Si el río estaba revuelto y me exigía un esfuerzo mayor, para mí era mejor, me ayudaba más a exorcizar mis males. Me sacaba de mi propia mente.
A veces, el agua está tan fría que se convierte en una dificultad intensa, así que me concentro en mi respiración para regular mis latidos y evitar un shock. Una vez que mi cuerpo se aclimata a la temperatura, el resto fluye sin problemas.
Las competencias me llevaron a lugares que nunca hubiera imaginado, como nadar en Siberia. La temperatura ambiente era de quince grados bajo cero. Al salir del agua, se formaban estalactitas en las escaleras por donde subíamos, se congelaban las toallas y las antiparras. Mientras nado, hablo conmigo misma para mantenerme concentrada, invento conversaciones entre distintas voces en mi cabeza, como si fueran personajes.
Mientras más entreno, más deseo competir en grandes eventos. En un momento, decidí cruzar el Canal de la Mancha. Para poder calificar a esa prueba, realicé un nado de seis horas continuas cerca de mi ciudad. Era necesario que la temperatura del agua fuera inferior a los quince grados. Me tiré al agua e inmediatamente mi cuerpo y mi mente rechazaron la idea. “Salgamos de aquí”, me exigía una de mis voces. Estuve dos horas negociando conmigo misma, mientras nadaba. Aunque conocía el riesgo de cruzar a nado el Canal de la Mancha, también lo veía como el reto definitivo.
Cuando llegó el día de nadar en el Canal de la Mancha, mi cuerpo estaba entumecido. Me dolían las piernas y el frío me contracturó. En el trayecto, me picaron algunas aguavivas. Pero el ardor no era persistente y pude superarlo. En un momento, sentí pinchazos en mi abdomen. Me toqué y noté que lo que me picaba estaba dentro de mi malla, hasta que me di cuenta de que eran sea lice. Decidí no perder tiempo intentando sacarlos. Viajaron conmigo durante horas, picándome.
Cuando estaba cerca de Francia, una contracorriente muy fuerte me hacía volver hacia atrás. Estaba decidida a seguir adelante a pesar de todo, pero comencé a pensar que mi equipo iba a intentar detenerme. En cada respiración, al sacar la cabeza del agua, veía sus rostros. Parecían pensativos, como decidiendo qué sería lo mejor. Segundos después, por sus gestos supe que estaba todo bien.
Saqué todos los pensamientos negativos de mi cabeza y me enfoqué en terminar la tarea, segura de que lo iba a conseguir. Cuando llegué a la costa, el tiempo se suspendió por un momento. No podía creer lo que conseguí. Una oleada de orgullo y alegría intensa me recorrió el cuerpo.
Nunca imaginé que mi pasión por nadar me traería hasta aquí. De chica, nadaba para escapar a la realidad y a los problemas de cada día. Ahora es una actividad vital en mi vida, me ayuda a funcionar. Esta pasión me va a acompañar siempre, y quiero seguir compitiendo todo el tiempo que pueda.
Empujar mis propios límites es emocionante. Cada desafío al que me someto me hace más fuerte. Me siento agradecida por poder hacer esto a este nivel y espero que mi historia motive a nadadoras de todas partes.