A medida que nos acercábamos a los 1.000 metros finales, los vítores del público alcanzaron un clímax ensordecedor. Las banderas ondeaban, las manos aplaudían y el aire se sentía eléctrico. «Ya casi llegamos, papá», gritó Milagros, su voz cortando el aire.
RÍO NEGRO, Argentina ꟷ Como padre ferozmente orgulloso de una joven brillante llamada Milagros, ella se ha convertido en el fuego de mi corazón, empujándome a darlo todo por los dos. Milagros nació con Meromelia transversa [she only has the small upper part of her arms and legs] Durante el año pasado, convertimos los maratones en nuestro propio lienzo creativo, pintando hitos con cada paso sincronizado.
Nuestro viaje comenzó con un único momento de inspiración, cuando vimos a un organizador de eventos corriendo con su hijo en silla de ruedas. Inmediatamente le pregunté a Mili si quería copilotar una aventura y me respondió entusiasmada con un sí. Así nos convertimos en un dúo imparable. Su voz sirve de melodía guía desde su asiento en el portabebés atado a mi pecho. Mientras yo le sirvo de piernas durante toda la carrera, ella me impulsa y me empuja a darlo todo por los dos.
A los dos años, Milagros me enseñó a excluir la palabra imposible de mi vocabulario. Una mañana se sentó a la mesa con cara de perplejidad y una taza de té caliente delante de ella. Incapaz de levantar la taza, preguntó: «¿Cómo voy a hacerlo, si no puedo?». «Averigualo», le dije y me di la vuelta. Momentos después, me enfrenté a una maravilla. Mi hija pequeña se inclinó y sorbió su té mientras mis ojos se llenaban de lágrimas.
Corriendo juntos, encontramos nuestra pasión común. Aunque cargar con el peso de mi hija me supone un reto físico, la energía y el entusiasmo del público nos envuelven como una manta cálida. Me da la motivación para seguir adelante. Hace poco, nos enfrentamos a nuestra primera carrera de trail por un camino serpenteante entre dunas y colinas. Respirando el aroma terroso del sendero con Milagros acurrucada en su mochila, gritó: «¡Vamos, papá!».
Su voz es como una brisa refrescante que me reanima cuando me duelen las piernas y decae mi determinación. Juntos, navegamos por un paisaje que se despliega como un cuadro. A veces parece un mosaico de vistas impresionantes, y otras un laberinto de obstáculos agotadores.
A medida que nos acercábamos a los 1.000 metros finales, los vítores del público alcanzaron un clímax ensordecedor. Las banderas ondeaban, las manos aplaudían y el aire se sentía eléctrico. «Ya casi llegamos, papá», gritó Milagros, su voz cortando el aire. Revitalizados, cruzamos la línea de meta mientras nuestros sentidos estallaban ante las imágenes, los sonidos y la tácita sensación de logro.
El 3 de septiembre de 2023, asumimos un nuevo desafío: una carrera de montaña en Puerto Madryn que presentaba obstáculos difíciles. La ansiedad surgió como una corriente eléctrica durante nuestros entrenamientos diarios. No reconocemos la palabra «abandonar», y nuestros esfuerzos llenan nuestro hogar de amor y orgullo.
Antes de que empezara una carrera montañosa, Milagros dijo algo que me sorprendió. «¿Y si nos caemos?», preguntó. Sus palabras nos rodeaban como una densa niebla. «No te preocupes», le aseguré mientras empezábamos a subir. Pronto, el aroma terroso del sendero llenó el aire y el toque mágico del viento adornó el rostro de Milagros.
De repente di un grito de ánimo. «Vamos Mili», grité. Su voz resonó de nuevo, impregnada de la resolución que la caracterizaba, y su miedo se disipó. «¡Vamos papá! Esta la vamos a ganar», gritó.
A través de cada sprint, maratón e incluso del momento mundano de la vida, Milagros hace pedazos la ilusión de las limitaciones. Corremos juntos, no sólo hacia la meta o para batir un récord personal, sino hacia una vida sin límites. Cada paso que damos deja una cosa muy clara: las limitaciones son tan restrictivas como nosotros les permitamos serlo.
El entusiasmo del público siempre alimenta nuestra determinación, pero Milagros es mi verdadera inspiración. «Nunca te rindas», me dice a menudo en el tono de una joven guerrera con una sabiduría feroz. Su valor me anima a superar todos los obstáculos. Para ambos, abandonar nunca es una opción. Con Milagros a mi lado, o más bien en el portador, nos sentimos imparables.
Con medallas o sin ellas, cada línea de meta cruzada nos convierte en ganadores en el sentido más significativo. Al mismo tiempo, nos enfrentamos a algunos obstáculos más allá de la pista. En la sociedad a veces recibimos miradas discriminatorias o somos rechazados por un frío conductor de colectivo. Elegimos ver esos momentos como nubes ocasionales bajo el sol.
Cuando nos acecha la decepción, buscamos en nuestro interior la capacidad de recuperación. Cuando se trata de maratones, encontramos una dosis extra de motivación en la vida, alimentada por los aficionados que esperan que crucemos la línea de meta. Sus aplausos y lágrimas convierten cualquiera de los retos de la vida en simples susurros, eclipsados por el amor que compartimos.
Para Milagros y para mí, nunca se ha tratado de ganar, sino del vínculo que nos une. Cada vez que volvemos a casa después de una carrera, sus ojos brillan como estrellas en el cielo. «La pasé muy bien, papá», dirá.
Mi hijo menor, que ha sido testigo de este viaje, jura continuar algún día la tradición de correr con su hermana. Lo que empezó como una carrera inspirada se convirtió en una pasión familiar por el atletismo. Es mi mayor triunfo.