Una sensación de esperanza brotó en mi interior y vi mi vida reflejada en aquel pez. Empecé a comprender en el agua cómo todo coexistía en armonía independientemente de la forma física o el lugar de origen. Intensamente cautivada por esta constatación, me sentí libre de ser yo misma, dejando de luchar por un lugar en el que encajar debido a mi aspecto o al color de mi piel.
CIUDAD DEL CABO, Sudáfrica ꟷ Nacida en Soweto, Sudáfrica, el tono marrón de las calles de tierra tiñó mi infancia. El suelo de las calzadas se convirtió en un espacio de juego para mis amigos y para mí, donde pasábamos el tiempo hasta que se ponía el sol. Sobre ellas, caminábamos largas distancias de ida y vuelta a la escuela. A seis horas del mar más cercano, la rica cultura en torno al agua no existía en mi realidad. En mi infancia vi la piscina municipal unas cuatro veces, pero nunca me sumergí en ella. La tasa de 50 centavos resultó ser demasiado para mi familia. Al final me pregunté: «¿Qué sentido tiene esa piscina si tan poca gente puede permitirse disfrutarla?».
Así fue como a los 28 años, en 2016, comenzó mi historia de amor con el océano. Viajando a Bali de vacaciones, decidí hacer snorkel por primera vez. Parecía una aventura nueva y emocionante. Al mismo tiempo, temía lo que pudiera descubrir bajo la superficie. Cuando me puse la máscara y me sumergí en el agua, empecé a gritar. Sentí que me ahogaba y que una fuerza incómoda me tiraba de los talones. El instructor me miró a los ojos, intentando calmarme. «No pasará nada», dijo, «No puedes ahogarte». Tardé un tiempo en calmarme y adaptarme a este espacio completamente nuevo en el que un azul intenso sustituía a los colores marrones de mi infancia.
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Mientras me relajaba en el agua aquel día, empecé a seguir al grupo. Sumergiendo la cabeza, abandoné la superficie como si una puerta a un nuevo mundo se abriera ante mí. Sentí el azul intenso del océano mientras me rodeaban peces de colores. Entre los corales, un grupo de peces amarillos se arremolinaba cuando los rayos del sol penetraban en el agua. Fue mágico.
Mientras me sumergía, mis ojos seguían a una morena que se adentraba en el coral. En ese momento comprendí que la belleza adopta muchas formas y puede aparecer de muy diversas maneras. Me invadió un sentimiento de esperanza y vi mi vida reflejada en aquel pez. Empecé a comprender en el agua cómo todo coexistía en armonía independientemente de la forma física o el lugar de origen. Intensamente cautivada por esta constatación, me sentí libre de ser yo misma, dejando de luchar por un lugar en el que encajar debido a mi aspecto o al color de mi piel.
Tras regresar de aquel increíble viaje a Bali, mi mundo dio un vuelco. Me sentí como una persona nueva, más segura de mí misma. De repente, tenía cosas nuevas en las que creer y en las que confiar. En el mar, encontré mi verdad. Durante muchos años intenté encajar en el mundo y adaptarme a un papel que no quería. Ahora esperaba dejar mi huella, crear un cambio. El primer paso consistió en darme cuenta de que algo no iba bien.
En mi cultura, no teníamos sentido de pertenencia al océano. Los negros se sentían a menudo desplazados de el, un sentimiento fuertemente arraigado desde la época colonial. Yo quería cambiar eso; dar a conocer que podíamos pertenecer al otro lado, al mundo marino. Así que en 2020 me convertí en la primera instructora de apnea negra de Sudáfrica.
Cuando me puse el traje de neopreno, enseguida me di cuenta de que no me quedaba bien. Los trajes no están diseñados para gente como yo. Cuando me preparaba para una inmersión, la gente a menudo se sorprendía de verme. Me preguntaban: «¿Vas a sumergirte con tanto pelo?». Sabía mis diferencias, pero me chocaba la necesidad del mundo de recordármelas constantemente. A menudo sentía que me obligaban a ver que no encajaba.
A medida que mi viaje por el océano continuaba, aprendí a no preocuparme. Más bien, honré mi identidad y mi cuerpo. Al hacerlo, me sumergí en la maravilla del océano, capaz de marcar la diferencia y crear un cambio en el mundo del buceo. Sin embargo, para ello tuve que enfrentarme a la barrera del idioma. En Sudáfrica, la lengua comercial predominante sigue siendo el inglés, pero en todo el país se hablan 11 lenguas más.
Navegando por el sector del buceo, me encontré con cursos en los que sólo hablaban afrikaans, lo que me impedía comunicarme. Me di cuenta de que tenía que incorporar el inglés a la industria para que la gente como yo se sintiera bienvenida. Recuerdo estar en un barco con un grupo de amigos que sabían que cuando hablaban afrikaans, yo no podía entenderles. Hablaban inglés, pero eligían no hacerlo. Su elección me dejó a un lado, exiliada de la conversación. Parecía una demostración de poder: ellos lo tenían y yo no.
Cuando dije: «No entiendo lo que dice», uno de los hombres me puso la mano delante de la cara para hacerme callar. Una sensación de dolor emocional y abandono se instaló en mi espíritu. Reflexionando sobre aquel día, llegué a comprender el poder que esconde la comunicación.
Con la esperanza de crear oportunidades a partir de la desigualdad y la injusticia, quise acercar mi comunidad al mundo marino; hacerla accesible a los demás. Con esto en mente, creé la Black Mermaid Foundation, que ofrece una representación diversa a la recreación oceánica.
En un esfuerzo de representación, compartí el mensaje de que los negros pueden estar en el océano: existimos. Ver a gente que se parece a ti haciendo algo que creías imposible se convirtió en algo fundamental. Mis mejores momentos incluyen llevar a los niños al océano. Empiezan temerosos y pronto descubren que hay maravillas bajo la superficie, como me ocurrió a mí. Se me saltan las lágrimas al ver cómo su miedo se transforma en curiosidad y entusiasmo.
Verlos nadar y jugar demuestra el valor de mi trabajo. Cuando la luz rebota en el agua, iluminando sus ojos brillantes, la risa brota de sus rostros sonrientes. Su terror inicial al ver el mar por primera vez proviene simplemente de la falta de conocimiento. El mar sigue siendo un misterio para ellos y yo intento acercarles ese misterio; mostrarles la inmensidad del océano. Algo antes inviable se convierte en parte normal de sus vidas.
En concreto, cuando conocí a un tímido huérfano de Langa llamado Sia, parecía que nunca me hablaría. El día que nos encontramos en el océano, todo cambió. Desde su primer contacto con el agua, mostró pasión. En Sia, me vi a mí misma. En el agua, encontramos un lugar cómodo que nunca habíamos encontrado en tierra. Quiero que más gente experimente cómo el mar puede estar libre de prejuicios y barreras; donde la libertad se convierte en algo primordial.
A veces, Sia y yo hacemos carreras. Sus ojos revelan ambición y un fuerte deseo de mejorar. Quiere entender todo lo que el océano tiene que contar. Compartir mi felicidad y ser testigo de su reacción no tiene precio. Cuando pienso en su futuro, me invade una sensación de emoción tan inmensa como el propio océano. A veces, la gente sigue considerándome incapaz. Me cuestionan sin saber nada de mí. Esta es mi experiencia como mujer negra.
Una vez, cuando intenté alquilar un barco para una inmersión en grupo, el encargado se comportó como si yo fuera una incompetente. Supuso que yo no sabía nada, explicándome cosas que ya había aprendido. Me entristece y me agota reconocer que no puedo enseñar todo el tiempo; a veces debo dar prioridad a mi tranquilidad. Quiero disfrutar de las experiencias y descansar, así que a veces hago oídos sordos a los prejuicios que encuentro. Confiar en los aliados -los que reaccionan ante situaciones racistas- me fortalece. No siempre tengo que hacerlo sola.
Veo dos perspectivas en este mundo. La primera dice que los negros no pueden ser del agua. La segunda dice que somos como los demás. Caminamos, vivimos y existimos en un mundo con océanos. Creyendo que es sólo cuestión de tiempo que vivamos juntos en una única narrativa, desprovista de categorizaciones, anhelo un mundo en el que mi cuerpo no esté lastrado por suposiciones y estereotipos. Sueño con un día en que podamos reír a carcajadas, abrazarnos y convivir con respeto y libertad.
Entre mis proyectos futuros figura la construcción de centros oceánicos a través del continente africano y a lo largo de las costas de Sudáfrica. Estos centros, inspirados en el mar, ofrecerán a los niños un entorno seguro, especialmente a los de barrios azotados por la pobreza, las drogas y los abusos. El océano ofrece libertad y posibilidades. Quiero ver la vida como el sol: una inmensa bola de fuego que se desplaza por el horizonte hasta el final del día. Es lo más parecido a la magia que conozco.
A lo largo de este increíble viaje como primera instructora de apnea negra de Sudáfrica, si pudiera decirle algo a mi yo más joven sería esto: Eres perfecta tal y como eres. No pasa nada por no encajar.