Me despertaba pensando en mejorar esta situación que no ha cambiado desde hace más de 100 años.
En mi comunidad, los niños mueren por desnutrición debido a la diarrea.
Las cañerías que abastecen a la mitad de nuestra comunidad están oxidadas. Debieron ser cambiadas hace más de dos décadas.
Me despertaba pensando en mejorar esta situación que no ha cambiado desde hace más de 100 años.
Por eso fui a estudiar derecho a Buenos Aires.
Me embarqué en una nueva aventura, sin entender del todo el idioma y con temor a la gran ciudad, para salvar a mi gente.
Dejé mi comunidad para tener una educación universitaria.
Soy el primer wichí en hacerlo.
En Buenos Aires, me puse en contacto con el influencer de las redes sociales Santiago Maratea.
A penas lo convoqué, se sumó para ayudarnos.
Iniciamos una campaña de recaudación de fondos y conseguimos dos camionetas que transformamos en ambulancias para nuestra gente.
Ahora, nuestra comunidad tiene muchos proyectos nuevos gracias a estas iniciativas.
Me costó mucho hablar con mis padres sobre este plan porque sentía que los estaba abandonando.
A pesar de sus miedos, me apoyaron e hicieron todo lo posible por acompañarme en este proceso.
Mi papá me dijo que no había nada más que hacer en nuestra comunidad.
Ese comentario me dio el impulso.
Con lágrimas, miedo, angustia pero lleno de esperanza, me despedí de mi familia y amigos.
Me embarqué en la nueva aventura sin entender del todo el idioma y con temor a lo que me esperaría en la gran ciudad pero sabiendo que volvería con soluciones.
Dejé atrás mi trabajo de carpintero, la profesión familiar.
Subí a un avión por primera vez en mi vida.
Buenos Aires era mi destino final.
Somos una comunidad de más de 5,000 personas.
Sólo la mitad de nosotros tiene acceso a una bomba de agua.
Las tuberías están oxidadas e inutilizables.
Por eso la gendarmería debe traernos agua todos los días en tanques de gasolina no esterilizados.
A partir de ahí, obtenemos el agua.
Los contenedores no tienen tapa y nuestro stock se llena de polvo y barro en cuestión de horas.
Terminamos bebiendo agua contaminada que sabe a combustible.
Las casas tienen adobe, una mezcla de barro, arena y paja, que, cuando se seca, permanece tan duro como los ladrillos.
No sólo sufrimos la falta de servicios esenciales, sino también discriminación.
Tanto la sociedad como las fuerzas policiales nos discriminan. Para ellos, somos invisibles.
Todo esto me provoca mucha bronca que transformo en más ganas de estudiar y salir adelante para ayudar a mi gente.
Cuando llegué, no pensé que iba a durar tantos años aquí.
Estaba abrumado por el ruido y la cantidad de gente. Fue desafiante para mí, y todavía lo es, levantar mi voz por encima del ruido ambiental. Las bocinas, el tráfico, el murmullo y la música me aturdían.
El primer año en la universidad fue pura frustración.
Mi lengua materna no es el español. Tuve que tomar notas introductorias y traducirlas al wichí para poder estudiar.
Gracias a mis compañeros, el año no fue una carga tan pesada.
Extrañaba mucho a mi familia, pero tenía un objetivo. Todas las noches pensaba en ellos. Lloré mucho.
A medida que pasaban las semanas, aceleré el proceso de aprendizaje.
Junto con UNICEF, creamos un huerto.
Empezamos sembrando tomates, cebollas y lechugas.
Gracias a la iniciativa, estamos acabando con el hambre.
Día tras día seguimos ampliando la variedad.
Muchas comunidades de los alrededores están replicando la idea.
Sueño con representar a los pueblos indígenas, no solo a mi comunidad.
Sigo estudiando muy duro para hacer lo mejor que puedo para ellos.
Incluso un título universitario no es suficiente. Por eso intento constantemente contactar a gente nueva para promover otras iniciativas. Las desigualdades tienen que terminar y espero con ansias ese momento.
Quiero seguir estudiando para tener cada vez más herramientas para representar a mi gente.
Mi sueño es trabajar junto con el Estado.
Creo que se necesitan políticas públicas profundas para generar un cambio real.