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Lucha por los bosques y la libertad de Uganda, activista de Kampala Lucha contra el oleoducto y la persecución

Nuestra casa se convirtió en un objetivo. Los vecinos susurraban, los agentes merodeaban cerca de la puerta y cada actualización se sentía como un golpe invisible. Registros nocturnos, nuevas amenazas y un miedo generalizado se apoderaron de mi familia. Mientras tanto, yo me movía constantemente, tratando de mantener viva nuestra causa al tiempo que lidiaba con la angustia de la separación.

  • 1 mes ago
  • diciembre 25, 2024
11 min read
Environmental activist in Uganda protest. | Photo courtesy of Nyombi Morris Environmental activist in Uganda protest. | Photo courtesy of Nyombi Morris
Uganda activists
notas del periodista
Protagonista
Nyombi Morris es un activista medioambiental y defensor de los derechos humanos nacido en Uganda dedicado a luchar contra la injusticia climática y promover el desarrollo sostenible. Motivado por ser testigo de la deforestación y la explotación medioambiental en su comunidad, fundó Earth Volunteers en 2019, una organización sin ánimo de lucro que combina la educación climática, la movilización comunitaria y la incidencia política.

Morris ha liderado iniciativas de gran impacto, como la plantación de árboles y la defensa de los recursos naturales, oponiéndose a proyectos destructivos como el oleoducto de África Oriental. Sus esfuerzos se han enfrentado al escrutinio y las amenazas del gobierno, lo que finalmente le obligó a exiliarse a Dinamarca en 2024, donde continúa su trabajo por la justicia climática. Bajo su liderazgo, Earth Volunteers se ha convertido en una plataforma mundial que inspira a las comunidades a actuar contra la degradación medioambiental.
Para más información, visite earthv.org.
Contexto
En 2023, Uganda promulgó la Ley Anti-LGBTQ+, una de las leyes más represivas del mundo contra la comunidad LGBTQ+, que impone severas penas, incluidas largas condenas de prisión y la pena de muerte. Esta legislación institucionalizó el odio, fomentando una atmósfera de miedo y persecución que devastó familias y comunidades. Entre las víctimas se encontraba la hermana de Nyombi Morris, que fue expulsada de la escuela tras revelar valientemente su homosexualidad, un momento crucial que profundizó el compromiso de Morris con la justicia.

Conocido por su activismo medioambiental, Morris amplió su defensa a los derechos humanos, oponiéndose públicamente a la Ley Anti-LGBTQ+ y defendiendo a su hermana y a la comunidad LGBTQ+ en general. Su postura provocó intensas reacciones del régimen, incluidas amenazas y calumnias en los medios de comunicación estatales, que lo tachaban de «promotor de agendas satánicas». Ante la escalada de peligros, Morris se vio obligado a huir de Uganda para salvaguardar su vida.
Desde el exilio, sigue defendiendo tanto la justicia climática como los derechos humanos, demostrando una resistencia inquebrantable y un compromiso con el fomento de la igualdad y la sostenibilidad en todo el mundo.
Para más información, visite The New Humanitarian.

KAMPALA, Uganda – Mi vocación de lucha echó raíces la primera vez que fui testigo de cómo la codicia humana esculpía cicatrices en nuestro medio ambiente. Crecí en una pequeña aldea ugandesa, rodeada de verdes infinitos y cielos que se extendían hasta la eternidad. El bosque era algo más que un paisaje: era la vida misma. Mi madre lo llamaba nuestro guardián, que nos ofrecía agua, medicinas y refugio. Vivíamos en armonía con él, sin saber que un día tendría que alzar la voz para proteger a los árboles que una vez nos susurraron historias a través del viento.

Lea más historias sobre medio ambiente en Orato World Media.

El primer golpe: cae un bosque

La caída del bosque supuso el corte de nuestra línea vital. Cuando yo tenía diez años, hombres con máquinas llegaron a nuestro pueblo, afirmando que traían «desarrollo». En lugar de eso, trajeron destrucción. Sus motosierras rugieron y árboles centenarios se derrumbaron, su caída resonó como gritos de dolor. Semanas después, las inundaciones arrasaron los cultivos de mi madre. Fue como un duro despertar, una dolorosa lección de cómo responde la naturaleza cuando se la lleva demasiado lejos. Aquel día me cambió.

De adolescente, empecé a organizar pequeños grupos para plantar árboles y recoger basura, actos modestos nacidos de la indignación, no de la estrategia. A los dieciséis años, participé en mi primera protesta, desafiando a una empresa que quería reclamar terrenos comunales para una planta industrial. Pintamos pancartas a mano en una habitación estrecha, con un fuerte olor a pintura en el aire. Los lemas que creamos -Nuestra tierra, nuestro futuro- reflejaban nuestra esperanza y determinación.

Cuando llegó el momento, nos reunimos frente a las excavadoras. Me sentí aterrorizado, pero me mantuve firme, hombro con hombro con mis amigos, mientras nuestras pancartas ondeaban desafiantes. Las máquinas se detuvieron y sus operarios se quedaron atónitos ante nuestra determinación. Fue una pequeña victoria, pero encendió algo en mí: la comprensión de que luchar por la tierra era luchar por la vida misma. Cada pequeña victoria era un poderoso recordatorio de que la resistencia tenía sentido.

En 2020, la batalla alcanzó un punto de inflexión con la lucha por salvar el bosque de Ukoma, un pulmón vital de Uganda. El bosque era más que árboles: era vida, patrimonio e identidad. Sin embargo, se estaba vendiendo a intereses privados con el pretexto del «progreso».

Negarse a callar: «Lancé Voluntarios de la Tierra»

Me negué a permanecer en silencio. Puse en marcha Voluntarios de la Tierra, reuniendo a un grupo de jóvenes para pasar a la acción. Mi primer grito público a favor del cambio se encendió a través de un tuit: «No se puede llamar progreso a la destrucción. Nuestros bosques son vida, hogar y futuro. No más excusas: es hora de actuar».

Por la mañana, el mensaje corrió como la pólvora, provocando protestas y manifestaciones. La visibilidad trajo amenazas. Mi rostro apareció en los medios de comunicación controlados por el Estado, etiquetado como enemigo del progreso. Las autoridades suspendieron mi cuenta X y comenzaron las llamadas anónimas. Voces amenazantes describieron la casa de mi familia, profiriendo escalofriantes amenazas.

Una mañana, unos hombres llamaron a la puerta de mi madre. Ella se negó a abrir, escuchando sus advertencias mientras el miedo se apoderaba de ella. Cuando me contó lo sucedido, sentí un ardor de rabia e impotencia. Sin embargo, sabía que dar un paso atrás no era una opción.

A pesar de todo, el bosque de Ukoma quedó grabado en mi corazón. En mis sueños, lo veía verde y resistente, insuflándonos vida a todos. Los árboles parecían murmurar historias, instándome a luchar un día más.

Las protestas eran cada vez más peligrosas. Las furgonetas de la policía se abalanzaban sobre la multitud, el aire se llenaba de gases lacrimógenos y las porras silenciaban nuestros cánticos. Durante una manifestación, los agentes nos detuvieron a mi hermano menor y a mí. Le vi soportar brutales palizas y detenciones. Su miedo era más profundo que mis propios moratones.

Tras semanas de incesante presión por parte de activistas y organizaciones internacionales, las autoridades lo liberaron. Salió del centro de detención con el cuerpo más delgado y la cara marcada por el cansancio, pero con una determinación inquebrantable. El alivio no le sirvió de consuelo. El trauma persistía, grabándose en nuestras vidas, como un recordatorio constante del coste de la lucha contra la injusticia. Aun así, sabía que la lucha era importante y que ningún miedo podría apagar mi determinación.

Se alzan voces contra un oleoducto que amenaza con atravesar Uganda y Tanzania

En 2021, marché junto a mi hermano menor bajo un sol implacable, alzando nuestras voces contra un oleoducto que amenazaba con atravesar Uganda y Tanzania, destruyendo tierras y desplazando comunidades. El calor nos apretaba, mezclándose con el polvo y la tensión del aire. Estábamos codo con codo con muchos otros, impulsados por el fuego común de defender la tierra.

Nuestras pancartas ondeaban desafiantes en la brisa, sus colores vivos contrastaban con los tonos apagados de una tierra asediada. Nuestros cánticos resonaban por las calles, transmitiendo nuestra determinación como un tambor. Sin embargo, bajo la energía colectiva, persistía una gran inquietud, la sensación de que algo oscuro se cernía sobre nosotros, invisible pero inevitable. Cada paso era firme y audaz, un desafío directo a un sistema que pretendía silenciarnos.

De repente, las sirenas rasgan el aire, agudas y penetrantes, congelando el momento de pavor. La pausa se hizo añicos y estalló el caos. Los vehículos de la policía irrumpieron cortando todas las salidas. Los agentes salieron en tropel y sus botas golpearon el pavimento como un trueno. Sus movimientos eran rápidos, deliberados e inflexibles.

Los golpes caían sin previo aviso, cada uno tan duro e implacable como el siguiente. Unas manos tiraron de mí, me arrebataron el teléfono y cortaron mi conexión con el mundo más allá de la confusión. A nuestro alrededor, los gritos y los llantos se mezclaban con el ruido sordo de la brutalidad. El aire estaba cargado de polvo, sudor y miedo, pero en nuestro interior ardía una furia obstinada. Incluso cuando las manos ásperas golpeaban y las sombras se alzaban sobre nosotros, despojándonos de nuestra dignidad, resistimos. El dolor recorría mi cuerpo, pero bajo él yacía una tranquila certeza: podían golpear nuestros cuerpos, pero no extinguir el fuego que llevábamos dentro.

Del activismo a la persecución: lucha contra el oleoducto en Kampala

Cuando nos arrastraron, sentí que algo cambiaba irreversiblemente. Los agentes nos empujaron por pasillos fríos y húmedos. Cuando llegamos a la celda, el ruido metálico de la puerta al cerrarse me produjo un escalofrío. La oscuridad envolvía el espacio, sólo interrumpida por la tenue luz que se colaba por una ventana alta e inalcanzable.

En la penumbra de la celda, me fijé en mi hermano. Estaba sentado con las rodillas apretadas contra el pecho, protegiéndose de la realidad que nos rodeaba. Su rostro, antaño rebosante de energía juvenil, parecía atormentado, con los ojos apagados y desenfocados. El sudor le brillaba en la frente mientras su respiración entrecortada llenaba el silencio. Le temblaban las manos mientras me miraba y abría la boca como si quisiera hablar, pero no pronunciaba palabra.

Sin embargo, el miedo no me silenció. Cuando nos liberaron, llevaba el trauma de mi hermano como una cicatriz. Por la noche, los ecos de aquel día gritaban en mi mente, un recordatorio de lo que estaba en juego. Sabía que unos ojos seguían cada uno de mis movimientos, pero detenerme no era una opción.

En 2022, mi activismo cruzó una línea de la que ya no había vuelta atrás. Habíamos organizado una protesta en una escuela de Kampala contra el oleoducto. Las voces de los estudiantes se alzaron desafiando el silencio del progreso impuesto. Horas después, la policía hizo una redada en nuestra casa. Yo no estaba allí, pero su furia fue indiscriminada. Revolvieron las habitaciones, desparramando pertenencias. Mi madre permaneció en medio del caos, soportando las acusaciones que la tachaban de cómplice.

Esa noche, escondida en un lugar desconocido, oí su voz a través de una llamada telefónica. Describió las amenazas y el implacable interrogatorio. Su tono tranquilo enmascaraba un terror que yo comprendía demasiado bien. Se preocupaba por mis hermanos, atrapados en una tormenta que no comprendían.

La decisión más difícil de mi vida: abandonar Uganda

Nuestra casa se convirtió en un objetivo. Los vecinos susurraban, los agentes merodeaban cerca de la puerta y cada actualización se sentía como un golpe invisible. Registros nocturnos, nuevas amenazas y un miedo generalizado se apoderaron de mi familia. Mientras tanto, yo me movía constantemente, tratando de mantener viva nuestra causa al tiempo que lidiaba con la angustia de la separación.

No podía regresar, pero me negué a permanecer en silencio. Cada palabra que pronunciaba, cada paso que daba, era a la vez una resistencia y un juramento: defender a mi familia, mi tierra y las voces que luchan en la sombra.

A principios de 2023, las apuestas se intensificaron con la promulgación de la Ley Anti-LGBTQ+ de Uganda. Una noche, mi hermana, con la voz temblorosa por el miedo, me confesó que era gay. Poco después, la escuela la suspendió y la comunidad la condenó al ostracismo. Verla sufrir semejante dolor encendió un fuego renovado en mí, convirtiendo su lucha en mi fuerza motriz para la resistencia.

Esa noche escribí otro mensaje: «El gobierno nos está silenciando, pero no me silenciará a mí. Esta lucha es por todos los que no pueden hablar. No permaneceré en silencio». La reacción no se hizo esperar. Los periódicos estatales me acusaron de dirigir una «agenda satánica», y las amenazas aumentaron. Llamadas a altas horas de la noche prometían castigos indescriptibles. El régimen estrechó su cerco y no me quedó más remedio que tomar la decisión más difícil de mi vida: abandonar Uganda.

Partir era como arrancarme una parte del alma. Mi visado para Dinamarca me ofrecía un salvavidas, pero el viaje hacia la seguridad estaba lleno de miedo. En la frontera keniana, los funcionarios me retuvieron durante horas, interrogándome e intimidándome. Cuando por fin me dejaron marchar, sentí como si me hubiera colado por las rendijas de un sistema empeñado en silenciarme.

Incluso en el exilio, mi lucha continúa

Crucé la frontera sin despedirme, dejando atrás a mi madre, mis hermanos y todo lo que conocía. En Dinamarca, la seguridad no trajo consuelo. Mis pensamientos seguían atados a Uganda: mi madre se enfrentaba a agentes en la puerta de su casa, mis hermanos luchaban contra un trauma y a mi hermana se le negaba su identidad.

Ahora vivo entre calles tranquilas y noches seguras, pero la paz me elude. Los bosques de Uganda, mi familia y mi gente siguen conmigo. Hablo por ellos desde lejos, sabiendo que cada palabra lleva el peso de los silenciados. Esta es mi historia: una historia de resistencia, pérdida y esperanza. No sé si volveré a caminar por el bosque de Ukoma o a ver a mi madre sin la sombra de la culpa. Pero seguiré luchando. Mi voz lleva los ecos

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