Una llamada de mi madre disipó cualquier duda. Su voz temblorosa describió una furgoneta con cristales tintados aparcada frente a su casa. Unos hombres armados salieron, fotografiaron la propiedad y permanecieron allí durante horas. Su presencia enviaba un mensaje claro: «Te estamos vigilando». Las furgonetas volvían a menudo, con conductores diferentes pero con el mismo propósito. Cada visita intensificaba el miedo. Por la noche, intentaba tranquilizar a mi madre, pero cada conversación conllevaba un temor tácito. El gobierno había llegado hasta mi familia, utilizándola como palanca.
CARACAS, Venezuela – Las advertencias eran cada vez más explícitas y cada mensaje se acercaba más al peligro. Fuentes internas confirmaron mis peores temores: mi nombre aparecía en una lista negra. Los servicios de inteligencia seguían mis movimientos y me describían como «opositor» y «desestabilizador». El peligro se acercaba cada día que pasaba. Una noche, mientras revisaba mis mensajes, apareció una foto de mi casa, acompañada de un texto escalofriante: «Sabemos dónde estás». Se me heló el cuerpo. En ese momento, me di cuenta de que mi vida ya no me pertenecía. Había cruzado una línea. Las amenazas ya no eran abstractas, sino una realidad opresiva y asfixiante.
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Mi amor por el periodismo empezó pronto, moldeado por el vibrante caos de Caracas. De niño soñaba con ser periodista deportivo, imaginándome en las gradas de los estadios más grandes del mundo. Con el tiempo, me di cuenta de que mi pasión era más profunda. Anhelaba amplificar las voces ignoradas por otros, informando desde las calles entre la gente. Esta comprensión me llevó a estudiar comunicación social, sin ser consciente de los inmensos retos que tenía por delante en la búsqueda de la verdad en Venezuela.
Mis primeros años como periodista combinaban entusiasmo y determinación. Cubriendo la escasez de agua en Caracas, conocí a residentes cuyas voces transmitían frustración y esperanza a partes iguales. Su resistencia puso de manifiesto que el periodismo no se limita a informar, sino que ofrece una plataforma a quienes han sido silenciados por el olvido. Cada reportaje desafiaba la apatía que rodea las luchas de Venezuela.
A medida que avanzaba mi carrera, me interesé por la política y los problemas sociales, destapando la corrupción, la pobreza y la represión. Mi cámara y mi cuaderno se convirtieron en herramientas de resistencia. El coraje juvenil alimentó mi sueño de una Venezuela mejor, incluso cuando las amenazas se acercaban.
Documentar la campaña presidencial de María Corina Machado lo cambió todo. Actuar como videógrafa y reportera en un entorno censurado convirtió mi trabajo en un salvavidas para muchos venezolanos, al tiempo que pintó una diana en mi espalda. Las redes sociales amplificaron mi impacto, conectando a la gente pero exponiéndome a la vigilancia y las amenazas. El gobierno calificó mi lente y mis palabras de amenazas, y el miedo se apoderó de mi vida. A pesar de los riesgos, me comprometo con historias que importan. El poder de la verdad desafía a la opresión e inspira el cambio, alimentando mi determinación de seguir informando.
Las amenazas empezaron sutilmente, débiles susurros en el ruido de la vida cotidiana. Al principio, no me di cuenta del peligro. Mi trabajo como videógrafo para la campaña de María Corina Machado y como periodista freelance en las redes sociales llamó la atención. Los simpatizantes alababan mis esfuerzos por exponer las luchas de Venezuela, pero el gobierno me consideraba una amenaza. En mis publicaciones aparecían advertencias anónimas: «Ten cuidado con lo que publicas». Las desestimé hasta que mis colegas me advirtieron de la existencia de listas negras y de una mayor vigilancia.
Una llamada de mi madre disipó cualquier duda. Su voz temblorosa describió una furgoneta con cristales tintados aparcada frente a su casa. Unos hombres armados salieron, fotografiaron la propiedad y permanecieron allí durante horas. Su presencia enviaba un mensaje claro: «Te estamos vigilando». Las furgonetas volvían a menudo, con conductores diferentes pero con el mismo propósito. Cada visita intensificaba el miedo. Por la noche, intentaba tranquilizar a mi madre, pero cada conversación conllevaba un temor tácito. El gobierno había llegado hasta mi familia, utilizándola como palanca.
Una tarde, yo mismo los vi. Desde una ventana del segundo piso, vi a unos hombres salir de la furgoneta, deliberados y amenazadores. Mi madre me hizo señas para que me escondiera. Me quedé paralizada. Al final se marcharon, pero su mensaje perduró. Mi trabajo me había convertido en un objetivo que ponía en peligro a mi familia.
Las advertencias aumentaron. Fuentes internas confirmaron que mi nombre aparecía en una lista negra. Los servicios de inteligencia siguieron mis movimientos y me tacharon de opositor y desestabilizador. A continuación llegó el mensaje más escalofriante: una foto de mi casa acompañada de las palabras: Sabemos dónde estás. Se me heló el cuerpo, se me aceleró el corazón y me di cuenta de que mi vida ya no me pertenecía. Las amenazas se habían convertido en una realidad opresiva y asfixiante.
El 29 de julio de 2023, al día siguiente de las elecciones presidenciales en Venezuela, estalló la rebeldía en las calles. Miles de personas marcharon exigiendo justicia. Los rostros reflejaban rabia, esperanza y miedo, mientras pancartas improvisadas ondeaban como banderas de resistencia. Mi cámara se convirtió en refugio y arma, documentando a una nación que se negaba a guardar silencio.
El estruendo de los cánticos y los tambores chocaba con el aguijón metálico del gas lacrimógeno y el humo acre de los neumáticos ardiendo. Cada paso que daba era como una rebelión contra la opresión. Al moverme entre la multitud, la adrenalina me recorría mientras filmaba, plenamente consciente del riesgo. Las notificaciones inundaron mi teléfono: «Luis, sal de ahí. Te están buscando». El peligro era asfixiante.
Huí, abandonando mi equipo de grabación. Cada sombra se convertía en una amenaza potencial. La paranoia dictaba todos mis movimientos. Borré mis publicaciones en las redes sociales, cambié de número y desaparecí. Mi vida se redujo a sobrevivir y proteger a mi familia. El aislamiento me resultaba insoportable, pero el fuego de decir la verdad ardía con más fuerza. Me había convertido en un fantasma en mi propia ciudad, agobiado por una misión que ahora ponía en peligro mi existencia.
Camionetas sin matrícula y hombres armados frecuentaban la casa de mis padres, y sus visitas se hacían cada vez más incesantes. A veces, el acecho era más sutil: las furgonetas aparcadas fuera de la vista, pero su presencia silenciosa no dejaba de ser amenazadora. Una noche, mi madre me suplicó que no volviera a casa, que tomara otro camino, que me mantuviera alejado. Aunque nunca lo dijo explícitamente, sabía que me estaba protegiendo. Su seguridad, y la de mi familia, tenía más peso que cualquier historia que yo pudiera contar. Cada regreso de aquellas furgonetas me infundía más miedo, exprimiendo los últimos vestigios de esperanza de mi pecho.
Los días y las noches se confundían en un bucle interminable de ansiedad y desesperación. El sonido de mi teléfono al vibrar se convirtió en una maldición, cada llamada me hacía un nudo en el estómago y me aceleraba el corazón. Los mensajes de voz, los mensajes anónimos y los números bloqueados tenían el mismo tono siniestro. No importaba cuántas veces cambiara de número, la pesadilla seguía, atrapándome en una prisión invisible aunque intentara seguir adelante.
Una opresión constante me atenazaba el cuello, y agudos dolores de cabeza martilleaban mi resolución. Las manos me temblaban sin motivo, incluso en soledad. El insomnio asolaba mis noches, llenas de recuerdos de motores y del miedo a ser capturado. Las náuseas me asaltaban sin previo aviso y el agotamiento me perseguía como una sombra. A pesar del peaje, seguí adelante. Mis manos temblorosas escribían, grababan y documentaban. El peso creciente en mi pecho reafirmaba mi propósito: esta lucha era por los silenciados, por aquellos que tenían demasiado miedo para hablar.
El 15 de agosto, tras semanas escondida, tomé la decisión más dolorosa de mi vida: abandonar mi país. Aquella mañana, mi madre, en un acto desesperado de amor, cogió una navaja y empezó a afeitarme el pelo bajo la tenue luz de la cocina. Sus manos temblorosas contaban la historia de todo lo que habíamos sufrido. Cada pasada de la cuchilla despojaba mi identidad, una rendición a las fuerzas que me empujaban al exilio.
Cuando terminó, vi a una extraña en el espejo: pelado, vulnerable, irreconocible. Mi madre exhaló profundamente, su silencio cargado de angustia no expresada. Era como si me estuviera protegiendo, haciéndome menos visible, menos vulnerable. En su gesto silencioso había un adiós profundo y sin palabras.
Con gafas oscuras y una pequeña bolsa en la que sólo llevaba lo imprescindible, subí al vehículo con destino a la frontera colombiana. Las calles de Caracas retrocedían por el retrovisor, cada kilómetro marcaba una pérdida irreversible. Cada control policial encendía el miedo. En uno de ellos, un agente escrutó mis documentos, con la mirada fija, como si pudiera ver a través de mi disfraz. Se me aceleró el corazón, pero nos hizo pasar, dejándome temblar mientras nos alejábamos a toda velocidad.
Cruzar a Colombia supuso un alivio fugaz, rápidamente sustituido por una tristeza abrumadora. Respirando hondo, me di cuenta de que había dejado atrás mi hogar, mi familia y todo lo que amaba. El momento me pareció a la vez liberador e insoportablemente definitivo. Me prometí a mí mismo que volvería algún día, pero por el momento, sobrevivir y reconstruir era lo único que me quedaba.
En Bogotá, las vibrantes calles chocaban con mi agitación interior. Cada día se convertía en una ardua batalla: encontrar refugio, navegar por lo desconocido y llorar lo que había perdido. La noticia del fallecimiento de mi abuela, semanas después de mi partida, me destrozó. Incapaz de despedirme o consolar a mi afligida madre, me sentí consumida por la culpa y la impotencia.
Aunque físicamente libre, permanecí emocionalmente prisionera. Los recuerdos de Caracas y los rostros de quienes seguían viviendo con miedo me atormentaban. Me volqué en el trabajo, capturando historias en las calles de Bogotá. Cada foto y cada palabra se convirtieron en un intento de reconstruir un propósito. Sin embargo, el dolor persistía, un recordatorio constante del coste del exilio.
Tres meses después, sigo soñando con caminar por las calles de Caracas, respirando el aire de mi hogar. Me aferro a la esperanza de una Venezuela libre, un lugar donde los periodistas hablen sin miedo, las familias permanezcan unidas y los niños crezcan sin cargas. Mi exilio alimenta mi lucha. Cada historia que cuento, cada imagen que capto, es un acto de resistencia, un paso hacia el sueño de volver a casa.