Esa noche, mientras el viento azotaba los frágiles refugios, pensé en esos niños. Imaginé a la niña de 16 años leyendo cuentos a sus hermanos, creando un mundo en el que aprender era posible. Pero la realidad les golpeaba con fuerza: se enfrentaban a un futuro que repetía la historia de desposesión, pobreza e invisibilidad de sus padres. La verdad más dolorosa es la indiferencia que permitió que toda una generación creciera sin voz y sin opciones.
BAJA VERAPAZ, Guatemala – Como locutora de una radio comunitaria en Guatemala, me dediqué a descubrir la dura realidad del conflicto agrario. Una fotografía se me quedó grabada en la memoria: una familia desplazada en un paisaje árido. Me impulsó a actuar, asegurándome de que sus voces no fueran silenciadas.
Cada emisión se convirtió en una plataforma para amplificar historias de abusos contra los derechos humanos y resistencia indígena. Puse de relieve los desalojos, la persecución de líderes campesinos y las voces de familias arrancadas de sus tierras y sin nada. Sus luchas resonaron profundamente, dando forma a mi misión de sacar a la luz sus historias.
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Crecí en un hogar modesto, rodeado de historias que se hacían eco de las montañas y los campos. En la ciudad, mis abuelos contaban su juventud en comunidades rurales, describiendo la tierra que trabajaron pero que nunca poseyeron. Sus voces transmitían nostalgia y tristeza, me cautivaban y me planteaban preguntas que no podía articular.
Mi madre, maestra de escuela, llenaba nuestras tardes de libros sobre historia y derechos humanos. Sus relatos daban vida a revoluciones y actos de resistencia, pintando vívidas imágenes de personas que luchaban contra la injusticia. Aquellos momentos, rodeada de libros gastados y de su voz firme, despertaron mi curiosidad por el poder, la desigualdad y el valor intrínseco de cada persona. Me enseñó que las historias pueden cambiar las perspectivas y me inculcó el deseo permanente de comprender por qué algunas vidas parecen importar más que otras.
Esta base me llevó a la radio comunitaria, donde narraba historias de derechos humanos y resistencia indígena. Al principio, me centré en preservar la cultura, proteger las tradiciones y defender derechos como la educación y la sanidad. Sin embargo, pronto descubrí una verdad más profunda: la tierra estaba en el centro de todos los problemas. La falta de tierra, la lucha por defenderla y el miedo constante al desalojo unían estas luchas, dando forma al tejido de la vida rural.
Mientras los principales medios de comunicación vilipendiaban a estas comunidades tachándolas de usurpadoras, yo encontraba dignidad en sus voces y resistencia en sus historias. Su fortaleza dejó una impresión duradera, profundizando mi compromiso con un tema que define no sólo la vida rural, sino también el tejido social de Guatemala. Escuchar sus luchas me inspiró a actuar, convirtiendo mi curiosidad en una misión para amplificar sus voces y abogar por la justicia.
Como periodista, sentía la profunda responsabilidad de compartir historias que revelaran el rostro humano del sufrimiento y la resistencia. Líderes de comunidades rurales se me acercaron un día con una súplica urgente: «El mundo sólo ve fragmentos de nuestra verdad. Si de verdad quieres entender, ven y compruébalo por ti mismo. No será fácil, pero es necesario». Su petición resonó profundamente. Los principales medios de comunicación a menudo distorsionaban o ignoraban sus luchas, dejando que sus voces no fueran escuchadas. Sabía que no podía darles la espalda.
Al amanecer, salimos de Ciudad de Guatemala, el resplandor de las farolas se desvanecía en el horizonte a medida que emergían las montañas. La carretera serpenteaba y giraba, reflejando la complejidad del viaje. El hormigón dio paso a la tierra, que se volvió más húmeda y fangosa, ralentizando el avance de nuestro vehículo. Cada sacudida y cada bache subrayaban el peso de la desigualdad que pretendíamos documentar, una desigualdad que ya no era abstracta sino visceral.
Finalmente, el vehículo se detuvo, incapaz de avanzar por el barro y las piedras que bloqueaban el camino. Esto era lo más lejos que podían llevarnos las ruedas. A partir de ahí, el camino desaparecía en el denso bosque, apenas visible bajo la maleza. Continuamos a pie, sorteando las irregularidades del terreno. Cada paso era como quitar una capa de ilusión y dejar al descubierto una realidad que el mundo prefería ignorar. A cada kilómetro, las voces de los líderes resonaban con más fuerza en mi mente, instándome a dar testimonio de la verdad. El camino hacia el bosque parecía un descenso al corazón de una lucha que exigía ser vista y comprendida.
A medida que nos adentrábamos en el bosque, las comunidades tallaban los únicos caminos, empapados de humedad y moldeados por pequeños arroyos improvisados. La falta de infraestructuras reflejaba generaciones de exclusión, pero también ponía de manifiesto su inquebrantable resistencia. Tras media hora de caminata por el barro y los senderos pedregosos, llegamos a la comunidad de Río Cristalino. El sonido de un río cercano nos saludó, y el aire espeso y húmedo nos envolvió.
Juan, un hombre mayor con el rostro bronceado por el sol, me condujo al lugar donde una vez estuvieron las casas de la comunidad. «Aquí estaba nuestra cocina y allí dormían mis nietos», me dijo señalando las cenizas y los escombros. Su familia había cultivado la tierra durante generaciones, pero la codicia la convirtió en un páramo estéril. Durante la noche, dormían en el bosque, soportando el silencio de un frío amanecer que les helaba hasta los huesos. Sus palabras tenían un peso que el lenguaje no podía expresar.
Seguimos caminando hasta una nueva zona donde las familias reconstruían sus vidas, sus refugios improvisados de lona y madera resistían frágiles las fuertes lluvias. La oscuridad descendió rápidamente. En las sombras, María, una joven madre, cantaba suavemente para calmar a su bebé. «No sé si mañana seguiremos aquí», susurró, y sus palabras apenas penetraron en la vasta quietud de la noche. Su voz no transmitía resignación, sino resistencia y una profunda conexión con la tierra que protegía.
El viento agitaba las hojas y arrastraba consigo los murmullos y las historias de generaciones decididas a permanecer arraigadas a su historia. La tierra parecía vivir con su desafío, que resonaba en cada susurro del bosque.
Pedro, un campesino que apenas podía caminar, compartió la primera historia. Sentado en un banco improvisado, con la pierna escayolada y moratones en la cara, relató: «Me pegaron, tres», con la mirada fija en el suelo, como si aún sintiera los palos rompiéndole las costillas. Pedro había intentado defender su parcela cuando un grupo armado llegó para desalojarlo. «No quería que quemaran mi cosecha. Era todo lo que tenía». Al final, abandonó su tierra, viendo impotente cómo las llamas devoraban su maíz.
En otra comunidad, Rosa se agarraba el cuerpo con fuerza, como protegiéndose de un dolor invisible. Durante un desalojo nocturno, unos asaltantes la arrastraron por el pelo mientras luchaba por sacar a sus hijos de su casa en llamas. «Pensé que no sobreviviría», admitió, con los brazos llenos de cicatrices de la brutalidad sufrida. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero su voz se mantuvo firme. Rosa, como muchas otras mujeres, no sólo sufrió violencia física, sino también humillaciones. Sin embargo, persistió y echó raíces en una tierra que la rechazaba a cada paso.
La tercera historia me impactó de forma diferente. En una parcela abandonada, me paré donde semanas antes se había descubierto el cadáver de un líder campesino. Le habían disparado en la cabeza por organizar a su comunidad para exigir títulos de propiedad de la tierra. Su cuerpo cayó entre los cultivos que cultivaba, un crudo símbolo del coste de la resistencia. «Lo mataron porque tenía coraje», me dijo su hermano, con la voz teñida de orgullo y dolor. La muerte del líder dejó un profundo vacío en la comunidad, pero su legado perduró, inspirando a otros a continuar la lucha por la justicia.
Las trágicas historias me dejaron una sensación de impotencia que no pude evitar. La violencia no sólo causó golpes físicos y pérdidas; desgarró a generaciones, desarraigando no sólo sus tierras, sino también sus sueños. Mientras escuchaba sus testimonios, no podía evitar preguntarme cuántas de estas historias se desvanecerían si nadie las contara.
Cada viaje a las comunidades conllevaba una mezcla de expectación y tensión. Esta vez, nada cambió. Tras horas por carreteras polvorientas y senderos enterrados bajo el barro y la maleza, por fin llegué a otra comunidad. Me recibieron rostros desgastados por el tiempo: ojos marcados por la historia, manos ásperas por el trabajo y cuerpos marcados por la resistencia. El pesado aire de incertidumbre me golpeó como si las montañas soportaran el peso de lo que había ocurrido en aquellas tierras.
El miedo persistía en todos los rincones de la vida de las familias. Cada sonido desconocido perturbaba sus rutinas diarias, pero el zumbido de los drones tenía un impacto especialmente devastador. Los lugareños decían que los granjeros o los grupos armados enviaban estos aparatos como símbolos constantes de control. Tenían la sensación de que siempre había alguien vigilándoles. Elena, una mujer de 38 años con su hijo menor en brazos, dijo: «Los niños lloran cuando los ven. Ya no sabemos si estamos seguros en nuestras casas». Sus palabras sonaban decididas, pero su voz temblaba de miedo.
En otro rincón del asentamiento, conocí a Don Roberto, un campesino que lo perdió todo durante un reciente desalojo. Me mostró lo que quedaba de su casa: un espacio lleno sólo de cenizas y restos carbonizados. «Lo destruyeron todo. Quemaron mis cosechas e incluso los juguetes de mis nietos», me dijo, temblando al revivir la pérdida de su vida anterior. Sus ojos revelaban desesperación, aunque destacaba su resistencia. «No me iré de aquí. Esta es mi tierra, aunque lo nieguen».
Esa noche, el viento sopló a través de las chozas improvisadas, llevando los sonidos de los insectos y del río, mezclándose con el profundo silencio. Doña Clara, la alcaldesa, sentada a mi lado junto a la hoguera, me contó cómo las fuerzas armadas detuvieron a su marido mientras defendía las tierras de la comunidad. «Nos dejaron sin nada, pero seguimos aquí. No tenemos elección», me dijo. Su voz transmitía la calma de quien soporta el dolor como un compañero constante.
Sin duda, el viaje me marcó. Me di cuenta de que no se trataba sólo de las historias, sino de la atmósfera: la tierra, la gente y los ecos de generaciones que se negaban a desaparecer. En esas comunidades, la gente no sólo sentía miedo, sino que lo vivía.
En Dos Fuentes, vi a niños corriendo descalzos por el barro. De vez en cuando, sus risas se entrecortaban, sustituidas por miradas que, a pesar de su juventud, tenían un peso inexplicable. Docenas de ellos compartían una dolorosa realidad: ninguno había pisado nunca un aula. Por desgracia, el suelo húmedo y resbaladizo se convirtió en su patio de recreo y su única aula.
De repente, se me acercó una chica de 16 años que acunaba a su hermano pequeño. Su voz, teñida de esperanza, susurraba: «Siempre he querido aprender a leer, pero sé que nunca lo conseguiré». Aunque nunca había leído un libro, sus ojos brillaban con el sueño de enseñar a sus hermanos. Sus palabras, frágiles y decididas, se me quedaron grabadas, poniendo de relieve el abandono al que se enfrentaban estos niños.
La ausencia de escuelas impuso una dura condena, atrapando a estos niños en un ciclo de abandono en el que las oportunidades se desvanecían como el humo. Entre el barro y los refugios improvisados, los más pequeños jugaban con piedras y ramas, creando mundos mejores mientras su realidad les despojaba de cualquier posibilidad de futuro. Sus pies descalzos hundiéndose en el barro simbolizaban una infancia sin raíces, desplazada antes de poder pertenecer. La ausencia de educación desmantela silenciosamente su cultura y su comunidad.
La falta de hospitales aumentó la desesperación. Una mujer compartió su dolor tras perder a su bebé durante el parto. La clínica más cercana estaba a cinco horas de distancia y el único médico de la zona había abandonado su puesto. «Aquí, o te curas o te mueres», dijo, con una sonrisa amarga que transmitía un dolor indescriptible.
En algunas comunidades surgieron escuelas improvisadas a pesar de las adversidades. Los niños se reunían bajo los árboles y un chico de 16 años, apenas mayor que ellos, les enseñaba las pocas letras que había aprendido. La luz del sol se filtraba a través de las hojas mientras repetían cada letra, un frágil acto de resistencia. Incluso en medio de dificultades abrumadoras, la educación persistió, un desafío silencioso contra la desesperación. Estos momentos de esperanza, aunque escasos, revelaban una poderosa determinación para preservar la dignidad y los sueños, incluso frente al abandono sistémico.
Estas comunidades sufren violencia, privaciones y despojos constantes. Sin embargo, vi resistencia en los ojos de las mujeres y la determinación de los niños. «Seguimos aquí», dijo una madre mientras daba a su hijo un puñado de maíz. Sus sencillas palabras transmitían una profunda fuerza, que reflejaba su lucha no sólo por la supervivencia, sino por un futuro. Sueñan con hijas que caminen libremente, hijos que aprendan sin interrupciones y hospitales y escuelas a su alcance.
Esa noche, mientras el viento azotaba los frágiles refugios, pensé en esos niños. Imaginé a la niña de 16 años leyendo cuentos a sus hermanos, creando un mundo en el que aprender era posible. Pero la realidad les golpeaba con fuerza: se enfrentaban a un futuro que repetía la historia de desposesión, pobreza e invisibilidad de sus padres. La verdad más dolorosa es la indiferencia que permitió que toda una generación creciera sin voz y sin opciones.
En Dos Fuentes, el sistema encarcela a los niños, robándoles la capacidad de imaginar un mañana mejor. Caminando por los senderos de tierra, me detuve frente a una niña de pelo despeinado y mirada fija y vacía. Aquella noche, mientras me rodeaban los sonidos de la selva, caminé entre las sombras de una comunidad despojada.
La violencia contra las mujeres se cernía como un espectro tácito. A lo largo de senderos de piedra y barro, las mujeres susurraban historias de abusos y miedo, con sus voces apenas por encima del susurro de las hojas. Una joven de 18 años, con un bebé en brazos, me miró fijamente y me describió cómo hombres armados irrumpieron en su comunidad y destruyeron sus hogares. «No somos más que trofeos de guerra para ellos», dijo, con la voz cargada de rabia y resignación. Sus palabras dejaban al descubierto cómo el despojo deshumanizaba a quienes vivían en la tierra, reduciendo las vidas a meros bienes colaterales en una lucha implacable por el poder.
Cuando llegué a Pansós, la resignación se mezclaba con una resistencia silenciosa. Las historias de traición resonaban como susurros en el bosque. La comunidad había confiado sus ahorros, ganados con tanto esfuerzo, a un hombre que prometió asegurarles la tierra, para luego desaparecer con su dinero y sus esperanzas. Ahora se enfrentan a una dura batalla legal contra los agricultores que reclaman la propiedad de la tierra que han llamado hogar durante generaciones.
Caminando entre sus chozas, sentí el peso de su lucha. Para los habitantes de Pansós, esta lucha va más allá de la legalidad. Encarna una batalla por la dignidad, la identidad y la supervivencia. Perder sus tierras significa perder no sólo sus hogares, sino también la cultura y el legado que les une a este suelo.
Entre la tristeza que cubría los rostros de los ancianos y el desasosiego reflejado en los ojos de los niños, surgieron chispas de esperanza. Una niña descalza reía mientras jugaba con una rama y su alegría atravesaba la desesperación. Me recordó la necesidad crítica de raíces y seguridad en la infancia. En el corazón de las dificultades de Pansós, su resistencia se mantuvo inquebrantable, un testimonio tácito de su espíritu perdurable.
Incluso bajo amenazas constantes, las familias persistieron en su búsqueda de justicia. Se reunían, dialogaban con funcionarios del gobierno y se aferraban a la esperanza de que se les reconociera como legítimos administradores de sus tierras. En sus momentos más oscuros, fluyó una energía incansable. Las familias elaboraban estrategias hasta altas horas de la noche, las mujeres líderes documentaban meticulosamente sus planes en cuadernos desgastados y los niños jugaban bajo los árboles, con sus risas como frágil pero desafiante escudo contra un futuro incierto.
A pesar de todo, no vi ninguna rendición, sólo resistencia. Durante las reuniones, sus voces se fundían como un río que fluye: algunas calmadas, otras potentes como un torrente. «No nos iremos. Estas son nuestras raíces, aquí descansan nuestros muertos», dijo un hombre de manos curtidas. Sus palabras transmitían una profunda determinación que desafiaba las leyes injustas y las balas silenciadas.
Antes de irme, una anciana de pelo blanco y arrugas marcadas por décadas de lucha me cogió la mano. Sus ojos, cargados de historia, se encontraron con los míos. «Escribe sobre nosotros, hija. No dejes que nuestras palabras se desvanezcan», me dijo, con voz firme pero suave. Mientras el sol se ponía, comprendí mi responsabilidad: amplificar sus voces, convertir sus súplicas en un grito que resonara más allá de estas tierras olvidadas. Al alejarme, prometí llevar conmigo sus historias.
Cada foto que capturaba revelaba la cruda desigualdad que define sus vidas. Junto a una casa quemada, sólo vi cenizas y un par de zapatos de niño cubiertos de hollín. Una mujer que miraba desde lejos me preguntó: «¿Qué sentido tiene la foto?». Su pregunta me impactó. Estas imágenes daban testimonio, exponían realidades ignoradas y las transformaban en verdades innegables.
Fotografiar en estos espacios me puso a prueba. Los niños se escondían y las mujeres evitaban el objetivo por miedo a las represalias. Sin embargo, surgieron momentos de conexión. Un joven me pidió que fotografiara su parcela de maíz, su única supervivencia. «Tal vez, si alguien ve esto, nos ayude», dijo, con esperanza en los ojos. Su rostro y su lucha quedaron inmortalizados en el encuadre. Cada foto se convirtió en una voz silenciosa que pedía atención.
Al despedirme, se me formó un nudo en la garganta. Esta lucha iba mucho más allá de la tierra; encapsulaba su propia identidad. Caminando por las aceras húmedas y entre casas improvisadas, comprendí la profundidad de la lucha de las comunidades. Los rostros marcados por el cansancio también mostraban una resistencia inquebrantable. Niños descalzos, con miradas penetrantes llenas de verdades no dichas, revelaban en silencio vidas que ningún niño debería soportar: marcadas por el hambre, los desalojos violentos y un futuro incierto. Entre ellos, me quedó grabada la determinación de una chica de 16 años. Soñaba con enseñar a sus hermanos a escribir, aunque nunca había tenido un libro en sus manos.
Viajando por caminos de piedra, barro y ríos caudalosos, descubrí cicatrices más profundas e invisibles. El desplazamiento había convertido a las familias en nómadas, en perpetua búsqueda de seguridad bajo un cielo que a veces parecía abandonarlos. Las conversaciones revelaron amenazas constantes de grupos armados y drones que sobrevolaban ominosamente sus aldeas: instrumentos modernos de miedo y control. Sin embargo, también fui testigo de una resistencia inquebrantable. Las mujeres cultivaban la tierra, los niños tallaban juguetes de madera y las comunidades se unían para reclamar lo que les habían robado.
Los recientes acuerdos entre el gobierno y las organizaciones campesinas ofrecían tenues destellos de esperanza, pero el camino hacia la dignidad seguía plagado de desafíos. Décadas de desigualdad y exclusión se cernían sobre las promesas de resolver los conflictos agrarios y garantizar el acceso a la tierra. Aun así, la resiliencia en sus ojos brillaba. Estas comunidades luchan no sólo por la tierra, sino por la libertad de soñar y construir un futuro mejor. Aunque el pasado no puede cambiarse, siguen firmes en su empeño de forjar un mañana lleno de esperanza y posibilidades.