Esperé ansiosamente oír su voz, pero la llamada nunca llegó. En su lugar, otra llamada destrozó mi mundo. Una voz fría e indiferente me dijo lo impensable: «Venga al hospital, su hijo ha muerto». En ese momento, todo se derrumbó. Los sonidos a mi alrededor se desvanecieron, mi corazón se congeló y la habitación se convirtió en un caos cuando el teléfono se me escapó de las manos. Las palabras resonaban implacables en mi mente: «Tu hijo ha muerto».
PASO DE LOS LIBRES, Argentina – Nuestra familia alimentó sueños y ambiciones compartidos, estrechamente unidos por el amor y la confianza. Desde muy pequeño, mi hijo Matías se preocupó por los demás de forma silenciosa pero profunda. Sensible, protector y decidido, hablaba de sus sueños con claridad y valentía. Su noble espíritu le llevó a seguir la carrera militar, no como un trabajo, sino como una misión para servir, proteger y honrar a las personas que amaba.
Una noche, me senté a esperar, ansioso por escuchar su voz y las historias que siempre compartía tan abiertamente. Sonó el teléfono. Mi corazón dio un salto, esperándole. En su lugar, una voz fría y distante cortó el aire: «Venga al hospital. Su hijo ha muerto». Todo a mi alrededor se desvaneció. El ruido se convirtió en silencio. Se me oprimió el pecho, se me heló el corazón y la habitación pareció derrumbarse.
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Vi crecer a Matías en Río Cuarto, Córdoba, una ciudad donde las calles arboladas se encuentran con la calidez de su gente. Rodeado de montañas y campos, pasó su infancia jugando al fútbol y charlando con amigos en la vereda. Río Cuarto guarda una esencia especial donde las historias personales se entrelazan con la comunidad. Viviendo allí, Matías absorbió el valor de la cercanía, el respeto por el trabajo duro y una profunda conexión con los sueños.
Desde muy joven, Matías pensó en seguir la carrera militar para marcar la diferencia. Los días previos a su alistamiento le llenaron de nervios y emociones. A menudo contaba cómo sentía el peso de la responsabilidad y el impulso de superarse a sí mismo. Recuerdo nuestras conversaciones sobre lo que significaba llevar un uniforme, los retos que supondría y el honor que representaba. Orgulloso, estuve a su lado, viéndole transformarse en el hombre que llegó a ser.
El 18 de junio de 2022, Matías recibió un mensaje que lo cambió todo. Mientras estábamos juntos, lo leyó en voz alta: «Si no vienes, vas a empezar tu carrera con mal pie». Sus superiores en el Ejército le enviaron el mensaje como una orden velada, indicándole que llegara dos días antes a la unidad militar de Paso de los Libres, Corrientes, a más de 800 kilómetros de su casa, para asistir a una supuesta ceremonia de bienvenida. La reunión no era oficial, ni la institución la había autorizado. En cambio, un grupo de oficiales la impuso como un ritual no escrito para poner a prueba la sumisión.
Matías me miró, con voz firme, pero clara inquietud. «Papá, no quiero problemas. Me tengo que ir», dijo con resignación. Su sueño de comenzar su carrera en el Ejército sin contratiempos le empujaba a cumplir una exigencia injusta, aunque en el fondo sabía que estaba mal.
Aquella tarde transcurrió en silencio mientras nos preparábamos. Impusieron exigencias absurdas, obligando a Matías a comprar y llevar bebidas caras -vinos, whiskies, cervezas de marca- y una cantidad desmesurada de comida. Matías no se quejaba mientras reunía dinero de donde podía. Viéndole hacer malabarismos con las bolsas, me sentí impotente, testigo silencioso de una injusticia. Al marcharse, Matías dijo: «Voy a estar bien, papá». Le vi cargar el coche. Cada bolsa parecía pesarle más en el alma que en los brazos. Al alejarse, su figura se desvaneció rápidamente en el horizonte, pero una sombra de angustia permaneció en el aire.
Por la noche, el sueño me era esquivo. Las horas se alargaban mientras mi mente repetía todos los escenarios posibles. Llegó a Paso de los Libres al anochecer y su llamada me apretó el corazón. «Papá, estoy aquí», dijo, pero su voz no parecía la suya. Sonaba quebrada. Dijo que había entregado todo, hablando en un tono seco y mecánico, como si se convenciera de que era una formalidad más.
Entonces, dijo algo que nunca olvidaré: «Me dijeron que estuviera preparado, que la noche acaba de empezar». Bajó la voz, como si temiera que alguien pudiera oírle. «Papá, dime que esto es normal», me dijo. Quería decirle la verdad: nada de lo que le pedían sus superiores me parecía normal. Pero no podía. No quería aumentar su miedo. «Matías, aguanta, esto pasará», le respondí, aunque sabía que esas palabras ofrecían poco consuelo.
Terminamos la llamada, prometiendo hablar al día siguiente, pero un fuerte malestar se instaló en mi pecho. No sabía que ésa sería la última vez que oiría su voz. Cuando terminó la llamada, me quedé helada con el teléfono en la mano.
Al día siguiente era el Día del Padre, un día de abrazos, risas y momentos compartidos que siempre apreciamos. Planeamos cocinar algo especial, hablar de sus sueños y saborear nuestro tiempo juntos. Mi flaco prometió llamarme, un pequeño gesto que demostraba lo mucho que valoraba seguir conectado, incluso a distancia.
Esperé ansiosamente oír su voz, pero la llamada nunca llegó. En su lugar, otra llamada destrozó mi mundo. Una voz fría e indiferente me dijo lo impensable: «Venga al hospital, su hijo ha muerto». En ese momento, todo se derrumbó. Los sonidos a mi alrededor se desvanecieron, mi corazón se congeló y la habitación se convirtió en un caos cuando el teléfono se me escapó de las manos. Las palabras resonaban implacables en mi mente: «Tu hijo ha muerto».
Matías, mi hijo, mi orgullo, me había prometido la noche anterior que todo iría bien. Ahora, se había ido. Intenté respirar, aferrarme a algo real, pero un abismo se abrió bajo mis pies. Quise gritar, pero la pena se hundió demasiado, dejándome sin voz. Un vacío sin precedentes me consumía.
Salió de casa apenas dos días antes, con sus sueños brillando intensamente. Ahora, la oscuridad se lo tragaba todo. Nadie me daba respuestas. Se limitaron a repetirme: «Venga al hospital», como si esa palabra pudiera aliviar el tormento que me atenazaba. «Su hijo ha muerto». Nada más. Ninguna explicación.
El peso de su silencio me aplastaba, y cada pregunta sin respuesta agravaba mi angustia. No me dejaron más que un dolor insoportable, mientras la verdad -fuera cual fuese- permanecía cruelmente fuera de mi alcance.
El camino hasta el hospital se hizo interminable, cada segundo era un tormento. Mi mente se agitaba, buscando respuestas desesperadamente. Cuando llegué, un agente me esperaba con el rostro inexpresivo y una actitud fría. Me invadió una ola de frío que me heló el pecho, como si mi cuerpo intentara protegerme de lo que estaba a punto de oír.
«Su hijo está muerto», dijo, con palabras robóticas y huecas. Quise gritar, exigir respuestas, pero me falló la voz. Nadie me escuchó. Nadie daba explicaciones. Era como si Matías, mi hijo, se hubiera convertido en una víctima más, una estadística más de un sistema despiadado.
Me llevaron a la morgue. Me temblaron las rodillas al ver a Matías tendido sin vida sobre la fría mesa. Su rostro parecía tranquilo, pero tenía una marca que nunca pensé que vería. Los soldados estaban cerca, observándome con expresión indiferente, con un silencio más pesado que las palabras.
Un soldado se acercó finalmente, hablando en un tono carente de empatía: «Su hijo murió de asfixia, broncoaspiración». Las palabras no significaban nada. No ofrecían ninguna explicación, ninguna claridad sobre cómo había sucedido o por qué. Sólo compartían lo mínimo, como si eso por sí solo pudiera satisfacer el dolor de un padre.
Un vacío abrumador me consumía, el peso de su crueldad aplastaba mi espíritu. ¿Qué ocurrió aquella noche? ¿Cómo acabó así? ¿Por qué nadie se preocupó por él? No obtuve respuestas. Los militares presentaron su historia como si el asunto estuviera cerrado, pero para mí nada tenía sentido.
Matías no murió sin más: alguien le abandonó a un destino imperdonable. La verdad quedó enterrada bajo palabras huecas y un silencio evasivo. Mientras estaba allí, mi corazón se hizo añicos, sabiendo que mi hijo merecía mucho más que el trato frío e indiferente que recibió.
Más tarde, los compañeros de Matías, que estaban con él aquella noche, se acercaron a mí. Les temblaba la voz y se les llenaban los ojos de lágrimas al revelarme la verdad de lo sucedido. Nada más llegar, les obligaron a beber cantidades excesivas de alcohol -whisky, vino mezclado con sal y cerveza-, no como rito sino como castigo. Matías intentó obedecer, pero su cuerpo no tardó en rendirse. Vomitaba después de cada trago, mientras le obligaban a cantar himnos militares. Sus palabras se arrastraban, su voz era débil, pero seguían dándole órdenes.
Nadie mostró compasión, nadie detuvo la escalada de abusos. Los soldados humillaron a Matías, tratándolo como si su vida no tuviera valor. Lo arrojaron a una piscina helada y después a un colchón mugriento, dejándolo exhausto. Lo abandonaron, lo dejaron desatendido y nunca comprobaron si respiraba o si su vida corría peligro. Ignorándolo por completo, lo trataron como si fuera desechable.
Mientras Matías yacía inconsciente, los demás continuaron su ceremonia. Esa imagen de mi hijo, solo y desprotegido, me persigue cada día. Pensar que nadie le ayudó en sus últimos momentos me rompe por dentro. Era el comienzo de su prometedora carrera, pero sus superiores le sometieron a una crueldad inimaginable. Horas después, lo encontraron sin vida, asfixiado en su vómito.
Matías era mi orgullo, un joven lleno de sueños que merecía mucho más que esto. Cada imagen que reproduzco en mi mente me hunde más en un abismo de dolor y rabia. Vi el terror en los ojos de sus compañeros. Por desgracia, Matías fue víctima de una monstruosidad brutal. Una ira feroz me silenció mientras deseaba que todo fuera una pesadilla de la que pudiera despertar, pero no era así. Era real: Matías había muerto.
Desde que perdimos a Matías, me enfrenté a amenazas, miradas indiferentes y la fría indiferencia de un sistema que se negaba a reconocer el sufrimiento de nuestra familia. Tras la muerte de Matías, comencé un interminable proceso judicial. Desde el principio, me enfrenté a un aluvión de apatía, retrasos y obstáculos, ya que los responsables intentaron retrasar el proceso todo lo posible.
Sin embargo, apareció un rayo de esperanza cuando un coronel, un hombre al que no conocía, se acercó a mí. Tras enterarse de los malos tratos sufridos por Matías, prometió hacer todo lo que estuviera en su mano para sacar a la luz la verdad. Este hombre no sólo intervino en la investigación, sino que también protegió a los testigos y aisló a los responsables para evitar más presiones.
A medida que pasaba el tiempo, cada paso del juicio revelaba una realidad más dura de lo que imaginaba. El proceso judicial se convirtió en una pesadilla, cada día más larga. Desde el momento en que supe la verdad, empecé a luchar contra los poderosos. El sistema protegía a los responsables, en lugar de apoyarnos a nosotros, los que buscábamos justicia.
Amenazando a los testigos, los culpables manipulaban los hechos y presionaban a los valientes que se atrevían a hablar. Los primeros días fueron caóticos, llenos de declaraciones y presiones que me asfixiaban. Sin duda, el proceso fue doloroso, no solo por lo que significaba para mí como padre, sino también porque por el camino descubrimos verdades inquietantes.
En el juicio, la acusación presentó testimonios desgarradores. Cuando los compañeros de Matías testificaron, algunos hablaron con miedo, otros entre lágrimas. Sus relatos revelaron el bautismo como una serie de abusos brutales. Obligaban a los jóvenes a beber cantidades excesivas de alcohol, a soportar ejercicios agotadores y a sufrir humillaciones despiadadas. Matías también lo sufrió, pero fue el único que no sobrevivió.
La verdad sobre aquella noche, los abusos y la tortura, salieron a la luz, pero por cada paso hacia la justicia, otro se desvanecía. La emoción era indescriptible. Al sentirme impotente y frustrada, percibí que el sistema militar se centraba más en protegerse a sí mismo que en condenar los verdaderos hechos.
Las palabras de los testigos, las pruebas presentadas y la autopsia que confirmó las torturas sufridas por Matías me parecieron más trámites que pasos hacia una justicia real. Aun así, cada doloroso paso adelante me daba fuerzas para continuar. No sólo quería que los responsables pagaran, quería asegurarme de que ningún otro joven experimentara lo que le ocurrió a Matías. Sin embargo, con cada paso, el peso de la pérdida de mi hijo persistía como una sombra ineludible.
El 21 de noviembre de 2024, el juicio por la muerte de Matías llegó a su fin, dejándonos un sabor amargo en la boca. Cuando el tribunal dictó la sentencia por la muerte de Matías, sentí una desgarradora mezcla de rabia, decepción y vacío. El tribunal condenó a seis de los nueve acusados a ocho años de prisión. El tribunal no les condenó por homicidio, como pedíamos, sino por abandono de persona con abuso de autoridad. Escuchar la sentencia me revolvió el alma. ¿Cómo podían llamar a esto justicia?
Trágicamente, quienes deberían haber guiado a mi hijo le causaron la muerte. Le sometieron a crueles abusos y le dejaron morir solo. Ocho años no pueden deshacer el daño ni llenar el vacío que dejaron en nuestra familia. Trataron su vida como si no tuviera valor. Aunque pedimos 20 años de cárcel, el tribunal no nos los concedió. Ahora recurriremos la sentencia.
Este juicio no es sólo una batalla legal; es una lucha para preservar la memoria de Matías. Luchamos por todos los jóvenes maltratados y traicionados por un sistema destinado a protegerlos. Mientras las autoridades mantienen a los acusados en prisión, algunos siguen negando su responsabilidad a pesar de las abrumadoras pruebas. Yo sigo por Matías, asegurándome de que se escuche su historia y de que ningún otro joven corra la misma suerte.
Siento la ausencia de Matías todos los días y, sin embargo, cuando cierro los ojos, le veo entrar por nuestra puerta, lleno de sueños, con su sonrisa iluminando la habitación. La justicia no es un acto aislado, sino un largo y arduo camino que nos negamos a abandonar. Cada paso que damos hacia la verdad honra la vida y la dignidad de Matías.
Por mucho tiempo que pase o por mucho que intenten silenciarnos, persistiremos. La muerte de Matías no puede ser en vano. Si tengo que enfrentarme solo a todo un sistema, lo haré con la fuerza que él me dio. La verdad debe salir a la luz y la justicia debe prevalecer. Aunque mi hijo ya no esté, su memoria sigue viva. Esta lucha es por Matías y por todos aquellos que sufren en silencio, a quienes se niega la justicia que merecen.