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Una década después de la tragedia de Ayotzinapa, un superviviente lucha por que se haga justicia mientras 43 estudiantes siguen desaparecidos

En busca de ayuda, llegamos a un punto de reunión de los medios de comunicación, con la esperanza de denunciar la brutalidad. Antes de que pudiéramos hablar, llegaron hombres armados en furgonetas, abriendo fuego inmediatamente. Nos tiramos al suelo mientras los periodistas se dispersaban en busca de seguridad. La noche se convirtió en una pesadilla. Dos compañeros cayeron ante nuestros ojos, sus cuerpos sin vida marcando la profundidad de la violencia. Otros sufrieron heridas graves, y pronto descubrimos que Edgard había sido tiroteado. Yacía desangrándose en la calle, apenas consciente.

  • 2 semanas ago
  • diciembre 16, 2024
16 min read
Protesters marched in the state of Guerrero, Mexico, where 43 students disappeared in 2014. | Photo courtesy of 

Protesters marched in the state of Guerrero, Mexico, where 43 students disappeared in 2014. | Photo courtesy of Manuel Vázquez Arellano
Manuel Vázquez Arellano, is an activist, survivor of the Ayotzinapa tragedy, and current federal deputy in Mexico.
Notas del Periodista
PROTAGONISTA
Manuel Vázquez Arellano, activista, sobreviviente de la tragedia de Ayotzinapa y diputado federal en México, nació y creció en Guerrero, una región profundamente afectada por la violencia y la desigualdad. En 2014, mientras estudiaba en la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, sobrevivió a los trágicos sucesos de Iguala, donde 43 compañeros de clase fueron desaparecidos forzosamente, un crimen que conmocionó al mundo. Desde entonces, Manuel se ha convertido en un destacado defensor de la justicia, sirviendo como portavoz de las familias de los desaparecidos y denunciando la impunidad del Estado en foros nacionales e internacionales. En 2018, entró en política para ampliar su lucha por la justicia, utilizando su plataforma en el Congreso para honrar la memoria de sus compañeros e impulsar políticas que aborden la corrupción y la violencia en México.
CONTEXTO
La desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa en septiembre de 2014 marcó un antes y un después en la historia reciente de México. Más que un acto de violencia, el caso expuso profundas fallas en el sistema de justicia y reveló complejas redes de corrupción entre las autoridades y el crimen organizado. A pesar de los movimientos sociales y las reformas impulsadas por esta tragedia, la cuestión fundamental -el paradero de los estudiantes desaparecidos- sigue sin resolverse.

Diez años después, en 2024, los avances siguen siendo limitados. Sólo se han identificado los restos de tres estudiantes y la investigación se enfrenta a importantes obstáculos. Más de 150 personas, incluido personal militar, han sido procesadas, pero el papel del Ejército sigue siendo un tema polémico. Los informes del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) destacan manipulaciones en las investigaciones iniciales e insuficiente cooperación de instituciones clave. Mientras tanto, las familias y los activistas persisten en su incansable búsqueda de justicia, asegurando que la exigencia de respuestas no decaiga.

GUERRERO, México – De niño, fui testigo de cómo el miedo y la resistencia daban forma a la vida cotidiana en nuestra comunidad. Los disparos rompían el silencio cuando veía a la gente desplomarse en las carreteras polvorientas, un sombrío recordatorio de la violencia que define nuestros días.

Una tarde, cuando tenía 7 años, mi madre nos metió a mis hermanos y a mí en el sótano mientras un tiroteo convertía las calles en una zona de guerra. Tembloroso, mi padre sujetó la puerta y nos instó a guardar silencio.

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La lucha de un hombre por la justicia: transformar la tragedia en activismo

Crecí en la Sierra de Guerrero, donde la violencia impregnaba cada rincón de nuestras vidas. En General Heliodoro Castillo, mi familia de 13 hermanos dependía de la tierra para sobrevivir mientras mis padres trabajaban como humildes agricultores. A pesar de nuestros esfuerzos por mantenernos al margen de la violencia que nos rodeaba, ésta acabó por alcanzarnos.

En junio de 2014, mi hermano menor fue asesinado, acusado falsamente de vínculos con el narcotráfico. Lo recuerdo en sus huaraches, un campesino sencillo con sueños de una vida mejor. Su muerte se convirtió en un punto de inflexión que me impulsó a la lucha social. Me di cuenta de que si permanecía en silencio, otros seguirían dictando con sangre nuestra historia.

Desde muy joven aprendí que el miedo puede inmovilizar, pero también agudizar los instintos de supervivencia. Esa misma crudeza me impulsó más tarde a buscar justicia y exigir respuestas. Comprendí la necesidad de cambiar la estructura de nuestra realidad, ya que no era un destino inevitable. Esta comprensión me llevó a seguir un camino como maestra rural.

Decidido a luchar por la educación y la justicia social, elegí asistir a Ayotzinapa, un lugar que simbolizaba la resistencia y la transformación. Inspirada por las historias de quienes desafiaron la adversidad para enseñar y aprender en comunidades marginadas, vi Ayotzinapa como un faro de esperanza. Ofrecía un espacio donde compartir mis experiencias y aprender a construir un México más equitativo a través del aula y la organización colectiva.

Llegué a Ayotzinapa con la profunda convicción de que el conocimiento tenía el poder de transformar la realidad. En las aulas hablábamos de revolución, no con las armas, sino con la fuerza de las ideas que impulsan el cambio.

Un hombre lucha por la justicia social en Ayotzinapa

Durante las clases, estudiamos teorías de transformación social, debatimos sobre marxismo y anarquismo, e imaginamos un México construido sobre la justicia y la dignidad. Ayotzinapa se convirtió en algo más que una escuela rural: fue un refugio para quienes estaban decididos a reescribir la narrativa de la violencia. Nuestros días comenzaban temprano con trabajo comunitario y terminaban tarde con libros y asambleas, fomentando un ambiente en el que cada conversación reflejaba nuestro anhelo compartido de libertad y justicia.

Ser estudiante de Ayotzinapa exigía valentía. Nuestros debates sobre política y justicia trascendían la teoría, basados en la urgencia que sentíamos de hacer frente a la opresión. Ayotzinapa nos desafió a comprometernos con comunidades que esperaban acción, no palabras. Organizamos marchas, defendimos la educación rural y resistimos a un sistema que pretendía silenciarnos. No como héroes, sino como jóvenes desesperados por un México diferente, luchamos contra el olvido.

El 26 de septiembre de 2014, nos dividimos en grupos para conseguir autobuses para nuestro viaje a la Ciudad de México. Como estudiantes rurales, a menudo dependíamos de este tipo de transporte para participar en la marcha conmemorativa del 2 de octubre, una práctica tan común como controvertida. Esa tarde, partimos hacia Iguala, sin saber que nuestros esfuerzos por organizarnos y protestar pronto se convertirían en una pesadilla.

En la terminal de autobuses, los conductores vacilaron, bloqueándonos el paso por orden de las autoridades. La tensión aumentó cuando los coches patrulla nos rodearon y surgieron los primeros signos de violencia. La noche, fría y oscura, resultaba opresiva, sólo iluminada por las luces intermitentes de la policía que nos dejaban al descubierto. La vulnerabilidad se apoderó de nosotros, como presas en el punto de mira de un depredador.

Un tiroteo sacude las calles de Iguala y deja dos muertos

De repente, la policía nos persiguió por las estrechas calles de Iguala. Gritos y disparos desgarraban la noche mientras corríamos, impulsados por el miedo. Vi a compañeros tropezar, zambullirse en camiones o esconderse detrás de postes y coches aparcados, con la desesperación grabada en el rostro. La noche se disolvió en el terror y el instinto de supervivencia.

Al llegar a la avenida Juan N. Álvarez, nos encontramos con una emboscada. La policía disparaba sin descanso, las balas golpeaban el pavimento como una tétrica sinfonía. Los agentes arrastraron a algunos manifestantes hasta los coches patrulla como si fueran delincuentes. Otros cayeron heridos mientras el resto seguíamos corriendo, con los pulmones ardiendo y el corazón latiendo con fuerza. Las luces intermitentes pintaron las calles en un laberinto de pánico y caos.

En busca de ayuda, llegamos a un punto de reunión de los medios de comunicación, con la esperanza de denunciar la brutalidad. Antes de que pudiéramos hablar, llegaron hombres armados en furgonetas, abriendo fuego inmediatamente. Nos tiramos al suelo mientras los periodistas se dispersaban en busca de seguridad. La noche se convirtió en una pesadilla. Dos compañeros cayeron ante nuestros ojos, sus cuerpos sin vida marcando la profundidad de la violencia. Otros sufrieron heridas graves, y pronto descubrimos que Edgard había sido tiroteado. Yacía desangrándose en la calle, apenas consciente.

Lo encontramos retorciéndose de dolor, con la cara pálida y empapada de sangre. Levantándolo con cuidado, corrimos por las calles, buscando ayuda desesperadamente. Los disparos resonaban detrás de nosotros mientras voces desde los balcones gritaban: «¡ Corran, muchachos, hay un hospital privado más adelante!». Al llegar a la Clínica Cristina, rogamos ayuda a las enfermeras. Se negaron, explicando que carecían de especialistas para tratarlo. La desesperación se apoderó de nosotros y suplicamos que nos dejaran entrar mientras la policía se acercaba. A regañadientes, nos permitieron quedarnos, ya que la mera presencia de nuestro grupo hacía imposible rechazarnos. La clínica se convirtió en nuestro frágil santuario mientras las calles del exterior bullían de violencia.

Los soldados detienen a estudiantes y les niegan asistencia médica mientras uno permanece gravemente herido

Para evaluar la situación, subí al tejado con algunos compañeros. La lluvia de medianoche caía sin cesar, empapando todo lo que había a la vista. Desde los depósitos de agua, vimos dos camionetas del ejército que se dirigían a toda velocidad hacia la clínica. Momentos después, los soldados irrumpieron en el interior.

Bajamos corriendo, esperando que hubieran venido a ayudar, pero un camarada susurró angustiado: «Nos harán lo que hicieron en Tlatlaya». Los soldados no tardaron en llegar al segundo piso, con los fusiles en alto, gritándonos que nos moviéramos. David, nuestro secretario general, intentó explicar: «Somos estudiantes de Ayotzinapa. La policía nos amenazó con armas». Un soldado le cortó bruscamente: «Cállate. Se lo merecen por revoltosos». Nos confiscaron los teléfonos, apilándolos en el mostrador. Cada vez que sonaba un teléfono, un soldado contestaba, obligando a la persona que llamaba a decir: «Estoy bien. Volveré a llamar en cinco minutos».

El oficial al mando exigió nuestros nombres reales, con voz amenazadora. «Si me dan nombres falsos, nadie los encontrará jamás», advirtió. Mientras tanto, Edgar se retorcía en el sofá, su sangre manchaba mi camisa cuando le limpiaba. Desesperados, llamamos a una ambulancia. En lugar de asistencia, pidieron una foto de las heridas de Edgar «para prepararnos». La ambulancia nunca llegó. En un momento dado, Edgar intentó salir a tomar el aire, pero un soldado le apuntó con su fusil y le ladró: «Vuelve al sofá».

Entonces, estalló la conmoción en el exterior. El oficial al mando respondió a una llamada y volvió con un tono drásticamente alterado. «Retírense», ordenó, su disculpa mecánica. «Nos han informado de un allanamiento. Entramos con fuerza porque nunca se sabe con quién se está tratando». Antes de marcharse, añadió: «Ahora nos ocuparemos de la policía municipal». Sus palabras se quedaron en el aire, sin tranquilizar a nadie.

Los supervivientes afrontan el dolor mientras 43 estudiantes siguen desaparecidos

Edgard se retorcía de dolor, sin apenas poder moverse ni hablar. Con sus últimas fuerzas, cogió un trozo de periódico y garabateó un mensaje desesperado con un bolígrafo, con la esperanza de comunicar lo que necesitaba. Mientras tanto, uno de nosotros llamó a su padre, buscando orientación y apoyo. Cuando por fin nos pusimos en contacto con él, le pasé el teléfono a Edgard. Aunque no podía hablar, el sonido de la voz de su padre parecía sostenerle, dándole fuerzas para aguantar un poco más. Cuando por fin llegó el taxi, lo llevamos con cuidado al hospital, rezando a cada paso para que aún hubiera tiempo de salvarlo.

El 26 de septiembre de 2014, 43 estudiantes desaparecieron en Iguala durante una protesta, sin que aún se conozca su paradero. | Foto cortesía de Manuel Vázquez Arellano

Más tarde, encontramos a Julio César Mondragón al amanecer, tendido sin vida en una calle de Iguala. La visión me destrozó el mundo. Su rostro, irreconocible, mostraba las marcas de una crueldad inhumana. Los sicarios lo habían mutilado tan gravemente que sólo quedaban sus huesos expuestos, como si quisieran borrar por completo su identidad. Julio, un joven de primer año rebosante de esperanza y sueños de marcar la diferencia, se convirtió en el rostro de una violencia indescriptible. Enfrentarse a su situación era como asomarse al abismo más profundo de la brutalidad humana.

Desde aquella noche, el miedo se aferró a nosotros como una sombra, pero también la determinación. Sobrevivir se convirtió en un acto de desafío, y nos dimos cuenta de que la justicia no llegaría sin luchar. La noche nunca terminó del todo. Sobrevivimos apoyándonos unos a otros, pero el coste sigue siendo insoportable. Aún echamos de menos a 43 compañeros -46, contando a los que no sobrevivieron- y miles siguen en paradero desconocido. La herida sigue abierta, al igual que nuestra lucha. No pararemos hasta que vuelvan.

Padres y supervivientes se unen en la desgarradora búsqueda de los 43 estudiantes desaparecidos

Al principio, pensamos que las autoridades liberarían a nuestros compañeros capturados tras una paliza o intimidación, como habían hecho muchas veces antes. Sin embargo, pasaron las horas y nunca aparecieron. La agonía nos consumía mientras nos reuníamos en la escuela, intentando comprender lo sucedido. Cada llamada y cada mensaje se sentían como un golpe: nadie sabía nada. Corrían rumores de desapariciones forzosas, pero dudábamos en creerlos.

El verdadero horror se hizo patente cuando llegaron los padres. Les vimos caminar kilómetros en busca de sus hijos, con lágrimas en los ojos y fotos en las manos, dejándonos desconsolados. La desesperación y la incredulidad se reflejaban en sus rostros, mientras luchaban por comprender que les hubiera ocurrido algo tan monstruoso. Nos unimos a ellos en caravanas, buscando en hospitales, comisarías y en cada rincón de Iguala. Lamentablemente, sólo encontramos silencio y evasivas por parte de las autoridades. Entonces, el rumor se hizo innegable: los 43 desaparecidos.

Caminar junto a los padres en su búsqueda fue como atravesar un abismo. Les vimos enfrentarse a la indiferencia de las autoridades, que nos devastó. En cada cuartel y comisaría resonaba la misma respuesta: «No sabemos nada». Pero no se detuvieron. Recuerdo a una madre que agarraba con fuerza la foto de su hijo, lloraba delante de los soldados y gritaba: «¡devuélvanmelo, no les ha hecho nada!». En esos momentos, el peso del horror cayó sobre todos los que sobrevivimos.

La desaparición de 43 estudiantes, revelada como crimen de Estado, desata protestas en todo el país

Recuerdo vívidamente cómo el horror inicial se transformó en una realidad aún más aterradora. Lo que vimos como un acto aislado de brutalidad policial pronto se convirtió en algo mucho más grande y oscuro. Las pistas eran innegables: las autoridades se coordinaron, las instituciones guardaron silencio y la mera magnitud de la violencia convirtió la verdad en algo imposible de ignorar.

Cada día que pasaba, mientras madres y padres buscaban desesperadamente a sus hijos desaparecidos, descubríamos una verdad insoportable. La desaparición de los 43 no fue un incidente aislado, sino un crimen de Estado. Nos dimos cuenta de ello al ver cómo el gobierno desplegaba toda su fuerza para ocultar la verdad. A medida que recibíamos respuestas, éstas no eran más que mentiras mal disimuladas, y la justicia aparecía como un espejismo inalcanzable.

En medio de la incertidumbre, el miedo no nos paralizó, sino que alimentó nuestra determinación. Al día siguiente, organizamos protestas, ruedas de prensa y caravanas. Recuerdo estar sentada con otros estudiantes en la escuela, llorando y llenos de rabia, discutiendo qué acciones emprender. Con valentía, improvisamos nuestras primeras acciones: organizar manifestaciones locales y ruedas de prensa en las que compartimos nuestras experiencias. Una urgencia nos impulsaba: la necesidad de denunciar lo ocurrido antes de que el sistema nos sepultara en el silencio.

Las caravanas nos transformaron mientras recorríamos el país con los padres de los 43, llevando su dolor y nuestro clamor de justicia a todos los rincones. Recuerdo la intensidad de esos días: largas horas en la carretera, llegando a plazas llenas de gente que se unía a nuestro grito de justicia. Cada concentración se convertía en un torrente emocional: las palabras de las madres conmovían a la multitud hasta las lágrimas, y nuestras jóvenes voces se alzaban con una fuerza que no sabíamos que teníamos. Los rostros que nos miraban reflejaban esperanza, indignación y compromiso, reforzando nuestra determinación de seguir adelante.

Transformar las ruedas de prensa en campos de batalla, movilizarse por la justicia

Poco a poco, transformamos las ruedas de prensa en campos de batalla. Frente a cámaras y micrófonos, relatamos la brutalidad de aquella noche, presentando las escasas pruebas que reunimos para desafiar el amargo silencio. Levantamos las fotografías de nuestros compañeros desaparecidos con manos temblorosas, pero seguimos hablando. Enfrentándonos al miedo con la acción, nos negamos a rendirnos a pesar del dolor que nos consumía.

Dirigirse a la multitud en el Zócalo marcó un momento inolvidable. La tensión y la esperanza llenaban el aire mientras miles de rostros, iluminados por la luz de las velas, reflejaban un dolor compartido por los 43. Mientras caminaba hacia el estrado, me temblaban las piernas, no por miedo, sino por un abrumador sentido de la responsabilidad. Cada paso hacia el micrófono agudizaba las imágenes de mis compañeros desaparecidos y amplificaba el llanto de sus padres.

Cuando me presenté ante la multitud silenciosa, se me quebró la voz al empezar, pero el clamor resonante de la gente pronto me tranquilizó. Describí la brutalidad de aquella noche en Iguala. Hablé de las caravanas de los padres, de las búsquedas infructuosas y de la cruel indiferencia de las autoridades, llenando a todos de dolor. «No podemos permitir que esto se olvide», declaré mientras la multitud rugía en señal de acuerdo. Las lágrimas brillaban en sus ojos, pero las chispas de indignación encendieron un fuego colectivo.

Cuando terminé, el silencio cubrió la plaza antes de que estallara un atronador aplauso. Me quedé sin aliento mientras miraba las velas parpadeantes, que brillaban como faros de esperanza. Al bajar del estrado con lágrimas en los ojos, supe que ese momento pertenecía a todos los que habían sido silenciados, no sólo a mí. Pertenecía a los 43 que seguían desaparecidos y a un México que exigía justicia. Hablar ante aquella multitud me recordó que nuestra lucha seguía viva en cada corazón, latiendo junto al mío.

Un hombre habla en nombre de los 43 estudiantes desaparecidos en el Congreso

En 2018, la vida me arrastró inesperadamente a la política. Tras sobrevivir a la desgarradora noche de 2014 en Iguala, ya no podía permanecer al margen. Aquella noche grabó en mi alma una marca inquebrantable de injusticia. Cada vez que me presento ante el Congreso como diputada, el pasado se filtra en mis palabras. Veo los rostros que aún claman en silencio, los rostros de mis 43 compañeros desaparecidos y de las madres que buscan incansablemente respuestas.

Hablo por ellos, por todos nosotros y por Manuel, que soportó aquella noche de balas, persecución y amenazas. Ser testigo de semejante brutalidad reconfiguró mi forma de entender la vida y la muerte. El Congreso no ofrece consuelo, pero proporciona un campo de batalla diferente. No me presento como un héroe, sino como alguien que lleva profundamente esta herida. Cuando hablo, es porque el silencio sería más fuerte que cualquier grito.

Después del 26 de septiembre de 2014, los disparos, las órdenes ladradas de los soldados y el silencio tras cada explosión aún resuenan en mi mente. El horror no terminó esa noche; continuaba cada mañana cuando los nombres de mis amigos quedaban sin respuesta. Aquel día nos enseñaron el poder del conocimiento como arma contra la impunidad y un sistema que castiga la rebelión. Pretendían borrar no sólo nuestras vidas, sino también nuestras voces y nuestro legado.

Hoy, Ayotzinapa permanece en mi corazón. Cada debate en el Congreso, cada palabra que pronuncio, lleva los sueños que una vez compartimos. La lucha persiste. Las familias siguen buscando a los 43 y, como supervivientes, luchamos por la justicia. Ayotzinapa no es una historia del pasado, es una llamada a la acción, y no pararemos hasta que prevalezca la verdad.

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